En el 150 aniversario de la proclamación del dogma de la infalibilidad papal La “bomba atómica”: el magisterio infalible del papa (y II)
"La novedad del Vaticano I es afirmar que el “carisma de la verdad y de la fe indefectible”, entregado a Pedro y a sus sucesores, se recapitula en la persona del sucesor de Pedro en el caso de una definición solemne"
"Se trata de una clase de magisterio aplicable en situaciones excepcionales y extremas en las que, por las razones que sean, resulte imposible recabar el consenso de la Iglesia"
"La 'Nota explicativa previa' no forma parte del cuerpo doctrinal de la Constitución Dogmática 'Lumen Gentium'"
"Debatir sinodal y corresponsablemente la consistencia de las razones, por supuesto, teológicas y dogmáticas, por las que el gobierno de la Iglesia queda reservado, única y exclusivamente, a los varones y al ministerio ordenado. Cuando ello suceda, estaremos a las puertas del Vaticano III. ¡Quién pudiera verlas!"
"La 'Nota explicativa previa' no forma parte del cuerpo doctrinal de la Constitución Dogmática 'Lumen Gentium'"
"Debatir sinodal y corresponsablemente la consistencia de las razones, por supuesto, teológicas y dogmáticas, por las que el gobierno de la Iglesia queda reservado, única y exclusivamente, a los varones y al ministerio ordenado. Cuando ello suceda, estaremos a las puertas del Vaticano III. ¡Quién pudiera verlas!"
| Jesús Martínez Gordo, teólogo
Una vez reseñado el magisterio “ordinario y universal” del colegio episcopal (disperso por el mundo o reunidos en concilio) con el sucesor de Pedro, el Vaticano II aborda el magisterio, -igualmente, extraordinario e infalible- del papa “ex cathedra” o “ex sese”: “el Romano Pontífice, Cabeza del colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres” ya que no la imparte “como persona privada, sino, en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal”. Por esto, “sus definiciones son irreformables por sí mismas (“ex sese”) y no por el consentimiento de la Iglesia (“non ex consensu Ecclesiae”), por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él en la persona de San Pedro, y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni admitir tampoco apelación a otro tribunal” (LG 25.3).
A diferencia de la anterior tipificación, se trata de un magisterio unipersonal (“ex cathedra” o “ex sese”) que es, como el de los obispos con el papa (dispersos o reunidos), extraordinario e infalible cuando proclama como definitiva una doctrina.
Se recoge lo sostenido por la Constitución Dogmática “Pastor Aeternus” (1870) en el Vaticano I, pero, a diferencia de entonces, queda contextualizado (y enriquecido) en la colegialidad y sinodalidad, santo y seña del Vaticano II: cuando el sucesor de Pedro imparte doctrina “ex sese” no lo hace “como persona privada”, sino “en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal” y para indicar o afianzar el camino que lleva a la salvación (“propter nostram salutem”). El movimiento de la fundamentación dogmática no va del papa a la Iglesia, sino de la Iglesia al papa. Esto es algo que también estaba meridianamente claro en el Vaticano I: cuando el Romano Pontífice interviene “ex cathedra” “goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia”. Por tanto, el primer sujeto universal de infalibilidad, en conformidad con la promesa de Jesús y tal y como recuerdan los dos concilios Vaticano, es la Iglesia.
La novedad del Vaticano I es afirmar que el “carisma de la verdad y de la fe indefectible”, entregado a Pedro y a sus sucesores, se recapitula en la persona del sucesor de Pedro en el caso de una definición solemne. O, dicho de otra manera, la infalibilidad del obispo de Roma, cuando procede “ex sese”, es una forma particular de la indefectibilidad de la Iglesia en materia de fe, dejando bien claro que el objetivo y la razón de ser de dicha intervención extraordinaria ha de ser la salvación de todos, la protección contra el error y la unidad de la Iglesia que se ha de preservar de cualquier cisma.
Por tanto, el reconocimiento y proclamación de esta clase de magisterio extraordinario no ha de entenderse como la sanción de un modelo de gobierno eclesial, por ejemplo, absolutista o autocrático ni, mucho menos, como que el magisterio impartido “auténticamente” por el papa haya de ser recibido de la misma manera que el propuesto “ex sese” o “ex cathedra” o como un aparcamiento de la colegialidad episcopal y de la corresponsabilidad bautismal en el ejercicio del magisterio papal y en el gobierno eclesial.
Si es incuestionable que el Vaticano II ratifica esta modalidad magisterial proclamada por el Vaticano I y si es cierto que sostiene (para salvar su unipersonalidad y frente a un posible resabio galicano o conciliarista) que el magisterio extraordinario del papa “no necesita de ninguna aprobación de otros”, también lo es que se trata de una clase de magisterio aplicable en situaciones excepcionales y extremas en las que, por las razones que sean, resulte imposible recabar el consenso de la Iglesia. Este es el sentido en el que se ha de entender a quienes sostienen que se trata de la “bomba atómica”, es decir, del último recurso magisterial cuando no sea posible salvaguardar la unidad de fe y la comunión eclesial de manera colegial y sinodal. El mismo Hans Urs von Balthasar, un teólogo nada sospechoso para la minoría conciliar, indicará que el Vaticano I “fue la respuesta a una situación de emergencia eclesial”.
Por tanto, el consenso de la Iglesia queda solo excluido como condición absoluta, insoslayable e imprescindible para un pronunciamiento “ex cathedra”, pero no como condición normal y habitual del mismo.
Si no hubiera sido así, no tendría sentido la recepción colegial y sinodal que preside toda la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” ni su escalonada tipificación del magisterio eclesial partiendo del “auténtico” para llegar al “unipersonal” del papa “ex sese” o “ex cathedra”. Ni tampoco tendría sentido la recepción y aplicación, indudablemente colegial y sinodal, de dicho magisterio extraordinario y unipersonal del sucesor de Pedro en las dos ocasiones en las que se ha procedido “ex cathedra”: en la proclamación de la Inmaculada Concepción por Pio IX, antes del Vaticano I (1854), y de la Asunción por Pio XII (1950). En ambos casos se recabó el parecer o consenso de los obispos dispersos por el mundo. Y, concretamente, el dogma de la Asunción fue proclamado teniendo muy presente la petición de unos ocho millones de católicos.
Por tanto, la Constitución Dogmática “Pastor Aeternus” vino precedida de un ejercicio colegial. Y así ha sido aplicada. Procediendo de esta manera, se ha reconocido la matriz colegial que también ha de presentar (porque ha sido lo tradicional en la Iglesia a lo largo de los siglos) el magisterio extraordinario y unipersonal del papa “ex sese” o “ex cathedra”, si no media una situación excepcional que haga imposible dicha colegialidad.
En sintonía con esta comprensión y recepción, la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” recuerda (y recupera) la matriz colegial y sinodal del magisterio eclesial, una adquisición dogmática de enorme importancia que ayuda a recibir el magisterio extraordinario y unipersonal del papa “ex sese” y que, a la vez, cuestiona cualquier exaltación del magisterio “autentico” del obispo de Roma a la categoría de “infalible”, así como la comprensión del sucesor de Pedro como el obispo del mundo y la subsiguiente postergación a meros delegados suyos de los demás sucesores de los apóstoles.
El magisterio infalible del pueblo de Dios
El Vaticano II incorpora a estas dos modalidades de magisterio (“auténtico” y “extraordinario”) el, igualmente extraordinario e infalible, del Pueblo de Dios.
Es un reconocimiento que, en buen aparte, viene preparado por la participación de todos los bautizados en la proclamación de los dogmas marianos y por la puesta al día de la teología del laicado a lo largo del siglo XX: “la universalidad de los fieles, que tiene la unción del Santo (cf. 1 Jn., 2, 20. 27), no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando ‘desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares’ manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres” (LG 12).
Semejante infalibilidad queda legitimada cuando se cumplen estas cuatro condiciones: expresa el consentimiento universal; se refiere a la revelación; es obra del Espíritu Santo y es reconocida por el magisterio (Cf. DV 8.10; LG 12. 25)
Desde el Vaticano II hasta nuestros días, los estudios han estado centrados en la búsqueda de criterios teóricos y prácticos que permitan hacer uso de este tipo de magisterio. Es una búsqueda que ha llevado a estudiar la complementariedad entre la Iglesia docente y la discente en el contexto de la comunión eclesial; el valor de la “religiosidad popular” y de la “praxis” como “lugares teológicos”; el ejercicio de la corresponsabilidad eclesial, especialmente de los laicos, y el valor de las formas de sinodalidad y consulta en la Iglesia, empezando por la elección de los obispos. Sin embargo, se trata de una modalidad de magisterio que no ha experimentado la recepción jurídica y pastoral que sería deseable.
El primer ensayo postconciliar (modesto en su realización, interesante en su pretensión y llamado a un mayor desarrollo) ha sido activado por el papa Francisco al recabar el parecer del pueblo de Dios en la preparación del Sínodo extraordinario de obispos (2014) sobre la familia.
Se encuentra aquí un primer e importante ensayo de sinodalidad y corresponsabilidad bautismal llamado a ulteriores impulsos, entre otras razones porque si se hubiera activado y tenido en cuenta en su día probablemente estaríamos ahorrándonos muchos de los problemas habidos, por ejemplo, desde que Pablo VI retiró la cuestión de la contracepción artificial del aula conciliar y no hizo caso a la opinión mayoritaria de los especialistas de la comisión “ad hoc” por temor a no alterar la continuidad con el magisterio tradicional de su predecesor.
La larga sombra del absolutismo
A la muerte de Juan XXIII, corresponde al papa Montini la enorme tarea de llevar adelante y finalizar el Vaticano II. Es una responsabilidad que ha de promover siendo fiel al espíritu de renovación que preside su convocatoria y estando, a la vez, particularmente atento a todo lo que pudiera ser ruptura de la comunión eclesial por parte, sobre todo, de la minoría conciliar.
El cuidado y la atención a este equilibrio entre renovación y comunión eclesial –tan inestable como frágil- explica (aunque no siempre justifique) las atenciones que Pablo VI presta a los sectores más reacios a los cambios, algo que tiene su máxima expresión en la “Nota explicativa previa” que se adjunta, al final y fuera de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”, “por mandato de la Autoridad Superior”.
Para los intérpretes más benévolos, esta “Nota” sería el precio que tuvo que pagar Pablo VI para evitar el rechazo de la minoría conciliar a la doctrina sobre la colegialidad episcopal, pero ésta, no deja de ser una cesión que puede dar al traste con una de las más importantes aportaciones del Vaticano II. Se decanta y favorece, simple y llanamente, un modelo de Iglesia en las antípodas de lo explícitamente aprobado por los padres conciliares y ratificado por el sucesor de Pedro.
De acuerdo con esta “Nota”, el papa puede actuar “según su propio criterio” (“propia discretio”) y “como le parezca” (“ad placitum”), sobre todo, cuando tenga que “ordenar, promover, aprobar el ejercicio colegial”. Como consecuencia de ello, el primado del sucesor de Pedro acaba colocado absolutamente por encima del colegio episcopal, no existiendo entre ellos otra relación que la del sometimiento. Poco que ver con la unidad sin confusión, mucho que ver con la distinción con separación y nada con la “potestad suprema sobre la Iglesia universal” de todo el colegio episcopal con el papa que proclama el Vaticano II.
Ya en su día K. Rahner indicó que eran afirmaciones poco felices y que nunca hasta entonces se había procedido a una tesis sobre el primado papal de ese tono. Es cierto, matizaba el teólogo alemán, que la “Nota” se autocorrige cuando apela al “bien de la Iglesia” como explicación de este modo de proceder, pero es innegable que abre las puertas a una comprensión del texto conciliar yuxtapuesta a lo aprobado y a lo que forma parte del cuerpo constituyente de la Iglesia. De hecho, indicaba seguidamente, va, incluso, mucho más lejos de lo aprobado en el Vaticano I.
H. Legrand, comentando dicha “Nota explicativa previa”, sostendrá que sus promotores querían salir al paso de lo que entendían que era la mayor equivocación de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”: atribuir formalmente al papado unos poderes que, luego, impedía ejercer libremente. Por eso, para atajar tan ladina estrategia, recurren a la teoría del doble sujeto del poder supremo en la Iglesia: el poder del papa tiene la misma finalidad y alcance que el de todo el colegio episcopal con el sucesor de Pedro, obviamente. El resultado final es el de un modelo magisterial y gubernativo calcado del poder monárquico (unipersonal y absoluto) y un gobierno colegial que, simplemente, pende de una libre decisión del papa. Es a él a quien corresponde gobernar e impartir magisterio de forma unipersonal o colegial “según su propio criterio” y “como le parezca”.
Consecuentemente, la colegialidad pasa a ser un asunto discrecional (libre y prudencial) en manos del primado, pero nunca una verdad que obligue al sucesor de Pedro en el gobierno y en el magisterio habitual o normal de la Iglesia.
Sin embargo, es evidente que el concilio Vaticano II, a diferencia de lo que se sostiene en dicha “Nota”, ni comprendió ni definió el primado del papa como una monarquía -y, todavía menos- absoluta, sino como una presidencia en la unidad de fe y en la comunión.
Si esta “Nota explicativa previa” se convirtiera en el criterio fundamental de la recepción conciliar, se correría un alto riesgo de volver, en expresión de A. Anton, a una posición preconciliar o, lo que es lo mismo, al desequilibrio existente antes del concilio: se daría por buena la concepción absolutista del poder primacial, se recuperaría (por vía práctica) la distinción (superada en el Vaticano II) entre los poderes de orden y de jurisdicción y se diluiría “la plenitud” del episcopado. En definitiva, el primado y el magisterio eclesial, normalmente colegiales, quedarían en nada.
Pero nunca se ha de olvidar que, desde un punto de vista estrictamente formal y jurídico, esta “Nota explicativa previa” no forma parte del cuerpo doctrinal de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium” ya que no fue ni debatida ni aprobada por los padres conciliares ni formalmente ratificada por el papa. De hecho, no está explícitamente confirmada por él como el resto de los documentos conciliares. Por eso, es un cuerpo extraño a dicha Constitución. Sin embargo, acabará convirtiéndose en un texto referencial para comprender la recepción conciliar, sobre todo, cuando se apueste, en la segunda parte del pontificado del papa Montini y, particularmente en los de Juan Pablo II y Benedicto XVI, por un ejercicio y comprensión unipersonal del primado de Pedro por encima e, incluso, al margen del colegio episcopal.
Por fortuna, no está siendo ésa la comprensión y aplicación de Francisco. El papa Bergoglio ha preferido entender y proceder en conformidad con lo aprobado por la inmensa mayoría de los padres conciliares. De ahí su insistencia en la sinodalidad y en la incorporación a la misma de todo el pueblo de Dios; un movimiento de calado que, con el tiempo, está llamado a reconocer teológica y jurídicamente la capacidad magisterial, sacerdotal -y también gubernativa- de todo el pueblo de Dios fundada en el bautismo.
Cuando ello suceda, estaremos hablando, ¡por fin! de una recepción creativa del Vaticano II y, supongo, se estarán abriendo las puertas a otras cuestiones; entre ellas, la de debatir sinodal y corresponsablemente la consistencia de las razones, por supuesto, teológicas y dogmáticas, por las que el gobierno de la Iglesia queda reservado, única y exclusivamente, a los varones y al ministerio ordenado. Cuando ello suceda, estaremos a las puertas del Vaticano III. ¡Quién pudiera verlas!