José Ignacio Calleja El cuidado social de la familia
El modelo productivo, en sus expresiones de trabajo y consumo, no da tregua a quien se equivoque y arriesgue en la travesía de fundar una familia sin hacer cálculos económicos precisos
Hoy tener varios hijos constituye un riesgo de pobreza en razón de lo que conlleva la crianza integral
Es preciso tomar conciencia del valor de la familia para poder afrontar sus desafíos específicos, vinculados al tiempo y a la cultura de cada lugar.
Es preciso tomar conciencia del valor de la familia para poder afrontar sus desafíos específicos, vinculados al tiempo y a la cultura de cada lugar.
Mil son los enredos de la convivencia que atrapan a políticos y comunicadores de toda condición y se me ocurre pensar en el cuidado social de la familia. ¡Qué raro! Razones haylas pero tampoco es necesario convencer al lector.
El cuidado social de la familia, la llamada política de familia, es una convidada muy pobre en la política social de nuestro país. Es muy pobre y deja a la intemperie a mucha gente que, sin ella, no está en condiciones de iniciar una vida familiar razonablemente digna y con futuro.
El modelo productivo, en sus expresiones de trabajo y consumo, no da tregua a quien se equivoque y arriesgue en la travesía de fundar una familia sin hacer cálculos económicos precisos. Por los recursos necesarios para echarla a andar, por el condicionamiento de lo económico en el desarrollo de una carrera profesional y por la necesidad de disponer de servicios externos para la casa y los niños (pueden ser los abuelos o pueden ser, en menos casos, los profesionales del cuidado), en todos los supuestos, el sacrificio es muy alto.
Más aún, como es sabido y casi con puntualidad estadística, las familias con más hijos son las candidatas naturales a las mayores dificultades profesionales, y si ya son pobres, a reproducir sin remedio la pobreza en su prole. Hoy tener varios hijos constituye un riesgo de pobreza en razón de lo que conlleva la crianza integral.
Cuando el observador social recibe los datos crudos, piensa en la urgencia ética de una política de familia que salga al paso de estos déficits, y teme, a la par, que solo una consideración económica de coste-ganancia mueva a los poderes políticos y económicos a dar cauce justo a estas necesidades. Es difícil que una sociedad alcance la conciencia de los intangibles humanos que una institución como la familia con hijos le brinda, pero la vida pública se nutre de todas las voces y las hay que pueden dar cuenta de este valor. Sólo por lo que revierte en términos económicos (mano de obra abundante, pirámide de población creciente, pensiones presentes y futuras, etc.), ya es lógico el interés de esta conversación.
¿Es muy caro? No tanto. Los mínimos que la política de familia requiere, están al alcance de la mirada de cualquier Estado Social moderno y su financiación es posible; parece fácil si su población quiere, pero no estoy tan seguro de que seamos conscientes y menos aún, de que nuestra clase rectora se adelante; el impulso de cada medida social es económico y político más que ético, y el peso de una política de familia en un programa de gobierno tiene mucho que ver con los votos que puede sumar o restar entre el electorado más próximo a cada partido.
De hecho, la masiva presencia de inmigrantes y de los sectores sociales más pobres en el estrato de las familias numerosas y, a la vez, más necesitadas, hace más difícil convencernos de que la institución familiar es una prioridad social; tanto más crece la dificultad si no se valora la aportación que esta familia, inmigrante, numerosa y pobre, y la familia en general, hace al patrimonio intangible de una sociedad, en sus valores y creencias cívicas, en su amor y gratuidad tantas veces mantenidos sin medida, o en la reproducción del sistema de seguridad social que se nutre al cabo de los trabajadores.
Y sin insistir tanto en su aspecto material, la familia como territorio de lo gratuito que se suma a la reproducción física de la sociedad (nacimiento y cuidado de los hijos), la primera educación personal y cívica de los niños, el cuidado de los adultos que trabajan, de los ancianos que enferman y de los impedidos que no son “productivos”, es de lo más valioso que tenemos. El bien común es depositario, sin duda, de los mejores bienes ofrecidos por las familias, y merma sin medida cuando no se reconoce esa aportación de calidad; o, lo que puede ocurrir, se escatima en su protección efectiva según situaciones muy desiguales y diferenciadas.
Cierto es que no todo depende del Estado Social, ni mucho menos; un clima ciudadano que aprecie culturalmente la familia, con sus aportaciones sociales y personales, y con sus dificultades socialmente atendidas y cuidadas, es decisivo. Y es que sin reconocimiento cívico al valor de la familia, en su legítima diversidad cultural de realizaciones, y con miedo más que razonable al futuro que les aguarda, los jóvenes no querrán correr riesgos ciertos por mor de promesas de felicidad inciertas e inapreciadas. ¿Quién no puede entender esto?
En suma, que de este valor (la familia) es preciso tomar conciencia (de nuevo) para poder afrontar sus desafíos específicos, vinculados al tiempo y a la cultura de cada lugar. Se trata de favorecer la convicción social sobre su valía, todo lo que aporta en las dimensiones humanas y económicas que he dicho, así como empeñarse en implantar estructuras públicas adecuadas y condiciones concretas que los jóvenes requieren. Hay muchas voces que pueden prestar una contribución de calidad. Todo y siempre como oferta a la libertad moral de la gente.
¿Por qué despreciar una contribución sobre la familia, antes de pensarla con prudencia, o por qué dogmatizarla, cerrados a cualquier novedad en la experiencia histórica de los jóvenes?