Consuela a mi pueblo

Consuela a mi pueblo

Estaba pensando qué podía escribir al comienzo de esta Semana Santa, que pudiera servirme en estos momentos de tanto dolor, incertidumbre, desasosiego y angustia. Algo que me ayudara a llevar mejor el confinamiento, a permanecer con calma e intentar salir lo más indemne posible de esta pandemia global.

Y, de pronto, me asaltaron dos frases que me conmovieron y desestabilizaron mis ideas preconcebidas:

“Espero compasión y no la hay; consoladores y no los encuentro” (Sal 69,21).

“Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios” (Is 40,1).

Es decir, no son tiempos para pensar en uno mismo sino en los demás. Hay tantos sufrimientos a nuestro alrededor, en nuestro mundo, que no es el momento para mirarme el ombligo, sino para ponerme manos a la obra y llevar ilusión, cariño y cercanía al otro que lo está pasando mal.

En definitiva, dar y llevar consuelo. E invitar a los demás, con nuestro testimonio, a ser también portadores de aliento, esperanza, ánimo; de apoyo, energía, fuerza y vigor.

No nos cabe otra que quedarnos en casa, para cuidarnos y así cuidar a los demás. Pero sí que podemos volar virtualmente a otros lugares, compartiendo la alegría de estar juntos y poder comunicarnos por las redes sociales, enviarnos energías y abrazos virtuales por whatsapp, hacer llamadas por teléfono para sentirnos unidos en estas circunstancias tan complicadas, pues la entonación de la palabra siempre expresa mucho más que un mensaje de texto o una imagen, aunque una imagen a veces sirve más que mil palabras.

Se pueden hacer mil cosas, como estamos viendo cada día, en TV o en las redes sociales, para alegrar la vida a los demás, para llevar información, ofrecer alternativas culturales, juegos cooperativos, realizar actividades, deporte… para ocupar el tiempo del día de una forma creativa, formativa, gozosa y, en lo posible, que sirva para el crecimiento personal.

Subiendo un escalón más en este compromiso de consuelo y solidaridad, se puede acompañar haciendo la compra o yendo a la farmacia para lo que precise un vecino, una persona necesitada, un familiar.

“Este es mi consuelo en la aflicción: que tu promesa me ha vivificado” (Sal 119,50).

Cuando somos consuelo de verdad, damos sentido a la vida de los demás y hacemos patente la promesa del Dios de la Vida, la promesa para toda la humanidad: lo único de verdad importante es la vida y, en primer lugar, procurar una vida digna y humana a quienes más sufren, una vida en abundancia, una vida de plenitud y felicidad.   

Solo así podremos exclamar con Pablo: ¡Bendito sea Dios, Padre de Jesús Mesías, Padre cariñoso y Dios que es todo consuelo! Él nos alienta en todas nuestras dificultades, para que podamos nosotros alentar a los demás en cualquier dificultad, con el ánimo que nosotros recibimos de Dios (2Cor 1,3-4).

Únicamente al sentirnos en concordia y solidaridad, unidos a los sueños e ilusiones de tanta gente, ahora golpeada por el aislamiento, la enfermedad, el dolor o la muerte de tantas personas queridas, nos puede ayudar a superar cualquier diferencia de cultura, color de  piel, identidad sexual, religión o ideología. Nos dice también Pablo: “Que Dios, fuente de constancia y consuelo, os conceda vivir juntos en armonía” (Rom 15,5).

No estamos solos, nos tenemos los unos a los otros, es el momento de mostrarnos fuertes para ser el soporte vital de los otros, cuando se encuentran tristes o desfallecidos. Tenemos una Aliento vital que nos une a todos las mujeres y los hombres de la Tierra, a todos los seres vivos, a la Naturaleza que nos rodea y abraza como una madre, al Universo del que formamos parte. Es el mismo Espíritu de Jesús, que todo lo habita, que todo lo renueva, que nos da su aliento y consuelo, para ser consuelo y aliento para los demás: “Yo le pediré al Padre que os dé otro Consolador que esté siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad” (Jn 14,16-17).

Solo así, con este Espíritu que nos anima, tendrá sentido y nos ayudará a crecer interiormente en esta Semana Santa que ahora comienza. La única garantía de liberación del yo y el egoísmo que aísla y crucifica, es mostrarse cercano a los crucificados de hoy y, en la medida de nuestras posibilidades, bajándoles de sus cruces, curando sus heridas y acompañando su sanación total.

Viviendo de esta forma podremos exclamar, con alegría y una sonrisa en el corazón, la preciosa frase de la mística medieval Juliana de Norwich: “Pero todo acabará bien”.

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