El Dios de los muchos nombres
«El tema del pluralismo religioso no es un tema teórico, que surja en la reflexión especulativa o de algunos de los pensadores que lo estén queriendo transmitir a la sociedad. El pluralismo religioso, su desafío, su exigencia, sus cuestionamientos, provienen de la realidad del mundo de hoy, de la realidad de la sociedad actual» (José María Vigil)
Son diversos los fenómenos sociales (trabajadores emigrados, refugiados económicos y políticos, estudiantes, ejecutivos profesionales, organizaciones de solidaridad, matrimonios mixtos, informaciones y programas religiosos en los medios de comunicación) que, en muy pocos años, están cambiando la fisonomía de nuestros países, no solo en la creencia y vivencia religiosa de gran parte de la población, sino también en distintos aspectos culturales y sociales.
Para las personas que no practican ninguna fe religiosa, desde su indiferentismo, agnosticismo o ateísmo, es normal el que se acepte el pluralismo religioso de la sociedad, afirmando la igualdad entre las diversas religiones y la plena laicidad del estado. Entre un amplio sector de los sectores creyentes de las principales religiones se afirma lo mismo, excepción hecha de algunas jerarquías que quieren seguir manteniendo unos privilegios trasnochados e injustos para con el resto.
El pluralismo religioso es pues un hecho inevitable e irreversible. Podemos mostrarnos en contra y aislarnos en nuestra propia capilla, para no contaminarnos. O podemos salir a la calle para comprender otras ideas, otras creencias, otras vivencias religiosas. Para conocernos, para entablar relación, para crear armonía, para orar juntos, para sentir la misma Presencia que nos habita, seduce e invita a reconocernos como hermanos.
Pero, sobre todo, y más allá de nuestras diferencias en la formulación del Credo, de las distintas visiones religiosas de unos y otros… está algo más fundamental y primordial: la defensa del ser humano, de sus derechos, trabajando contra las injusticias, la marginación, el odio, la guerra, el hambre. Ahí podemos coincidir todos y es, en esa lucha conjunta, donde se demuestra la regla de oro: hacer a los demás lo que quisiéramos que hicieran con nosotros. Amar a los demás como deseamos que nos amen a nosotros. Y en esa labor fraterna, es donde se diluyen las diferencias y prevalece lo esencial de lo que nos une: nuestra humanidad.
Cuando vivimos el pluralismo religioso de esta manera, sentimos que es el Misterio de Amor, el Dios de todos los credos, de todos los nombres, el que nos acompaña, quien nos une, quien nos invita a entrelazar nuestras manos para construir otro mundo más fraterno, justo, libre, en paz. Y, en este camino, se van cayendo muchos esquemas infantiles que aún conservamos, junto a dogmas inservibles, prácticas desfasadas… hasta llegar a quedarnos con lo sustancial, dejando que la savia vital vuelva a recorrernos de nuevo, o por primera vez, transformándonos.
Todo esto no significa perder nuestra identidad, sino purificarla, vivirla intensamente, sin fanatismos, ni leyes absurdas. Liberándonos cuando nos abrimos y seguimos buscando, a tientas, entre dudas y sombras; y a la luz de otras personas, religiones, vivencias, que nos hacen experimentar el mismo Manantial de toda vida.
«Felices quienes van más allá de sus creencias y se abren a las demás religiones de la tierra en un hermoso y divino macroecumenismo, porque solo así cumplirán la voluntad de Dios, Padre y Madre de toda la humanidad, que no ha hecho jamás ninguna distinción entre personas por su forma de vivir o creer».