Santidad que se embarra
«Déjense contagiar por la santidad de Dios» (Papa Francisco).
El versículo del Evangelio que más se ha citado para invitar a la santidad, es el de Mateo 5,48: «Sed santos/perfectos, como vuestro Padre celestial es santo/perfecto», haciendo referencia a la cita del libro del Levítico (19,2). En la práctica de la espiritualidad cristiana, se fue identificando santidad y perfección, quedando esta última como el ideal del cristiano, y la vida sacerdotal o consagrada como el estado de mayor perfección.
El ideal de perfección ha llevado a lo largo de la historia del cristianismo a muchos heroísmos y vidas ejemplares pero, en muchos casos, ha conllevado excesos, vanaglorias, imposiciones, sumisiones...
Personalmente, prefiero el versículo paralelo de Lucas (6,36): «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». La santidad en Lucas se muestra en la práctica de compasión, la solidaridad, la ternura, la comprensión y la misericordia. Creo que recoge el sentido más profundo y cercano a la santidad que recoge el libro del Levítico y el evangelio de Mateo. Porque la santidad o se demuestra en la práctica diaria con un corazón de carne o es mera apariencia.
Pedro Casaldáliga, en el aniversario de los 30 años del martirio de Monseñor Óscar Romero, escribía: «San Romero nos enseña y nos “cobra” que vivamos una espiritualidad integral, una santidad tan mística como política. En la vida diaria y en los procesos mayores de la justicia y la paz, “con los pobres de la tierra”, en la familia, en la calle, en el trabajo, en el movimiento popular y en la pastoral encarnada. Él nos espera en la lucha diaria contra esa especie de mara monstruosa que es el capitalismo neoliberal, contra el mercado omnímodo, contra el consumismo desenfrenado».
Creo que no se puede resumir mejor, ni decir con un lenguaje más actual y encarnado, el misterio de la santidad, ejemplificado en el santo mártir Óscar Romero. Que como buen pastor caminó humildemente junto a su Dios y su pueblo, sin mayores deseos ni recompensas, que una cercanía a la realidad de la gente sencilla, el servicio desinteresado y sus desvelos constantes por la paz, la justicia y la igualdad a favor de los más desfavorecidos y oprimidos de la sociedad salvadoreña.
La llamada a la santidad nos sigue llegando a los cristianos en este mundo de hoy, agobiado por la crisis, el paro, el recorte de los derechos sociales y de las conquistas obreras. Una santidad que debe ser muy humana, social, política, solidaria. Quienes reciben esta llamada y responden a ella con la convicción, la fuerza y la entrega de sus manos, su mente y su corazón, se pueden sentir hondamente dichosos, pues lo normal hoy día es hacer oídos sordos y meter la cabeza debajo del ala del egoísmo y el desinterés.
La santidad tiende a la expansión, a la comunicación, a la efusión. Quien se encierra en su propio capullo de seda personal, en la placidez de la secta de los elegidos, está muy alejado de la santidad del evangelio y del misterio de Dios. Quienes han fundado o dirigen alguna asociación o congregación, demuestran su santidad cuando no se sienten ni «padres» ni «madres» de nadie, sino hermanos pequeños de su comunidad y de los más débiles y olvidados, como lo hizo san Francisco de Asís.
De hecho no desean figurar, ni ser reconocidos, sino que su máxima dignidad es servir, adquiriendo así el sello indeleble de la santidad: la fidelidad y la entrega por amor… Como los miles de voluntarios y voluntarias que han acudido a echar una mano ante la tragedia de las inundaciones de la comunidad valenciana. La santidad más humana, es decir, la más divina, es la que se embarra.
«Felices quienes reciben una misión, ante la contemplación de las necesidades de los demás, de su dolor, de su miseria, y se dan por entero, sin pedir nada a cambio».