En medio del fragor trepidante de una carretera, como una aparición, una vaca, sentada en su quietud, permanecía ignorante al rugir de la circulación y la prisa de los conductores, los ojos entornados, la mirada ausente, como si el mundo comenzara y terminara en ese mismo instante, sin culpa por el pasado ni miedo al futuro.
La vaca era parte del paisaje, libre presencia y manifestación de paz y sentido en el entorno de la montaña, un pálpito más del latido del universo.
Aparqué y me quedé mirándola. No se movió. Me devolvió la mirada y detuve con ella mi mente. Quise ser vaca. Ya no había carretera, ni origen o destino, ni preocupaciones por el ayer o inquietudes por el mañana, ni pensamientos de tiempo, sufrimiento o muerte.
La vaca descansaba en el Ser.
Me senté en una piedra, cerré los ojos y escuché la brisa.
La hierba, los árboles, el cielo, la montaña, el valle y el viento me acunaban en un ahora eterno.
Y sentí que, como la vaca, era un pedazo de amor vibrando en el Todo.