Meditaciones sobre el alma y sus misterios - II ®

Huella permanente de vida eterna.
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Por mis años de muchacho tuve la suerte de que me enseñaran a pensar, mejor diré de que lo intentaran; muy en particular porque el aprendizaje no termina nunca. Ahí está la suerte. Pensar es un regalo divino de proyección totalitaria, un don que todos recibimos pero que en ocasiones no queremos usar. Una herramienta de vida no ya para la instrucción, por ejemplo saber manejar un auto o dirigir un negocio, sino para saber adónde ir con ese auto o cómo no permitir que el negocio se apodere de uno. Esta luz, a veces, mejor quisiéramos apagarla aun intuyendo que podríamos renunciar a valores dignos de ser guardados hasta la muerte.

Con este prólogo afrontemos las preguntas: ¿Dónde reside el alma? ¿Qué es el alma?

Donde.

La primera respuesta podría ser: En el cerebro, como aseguran algunos, entre ellos el divulgador Eduard Punset. ¿Vale...? Pues, no; no vale. Primero, porque mucho tendríamos que hablar de esa central de comunicaciones a la que llamamos cerebro. Ya es importante reconocerle al cerebro su protagonismo en el funcionamiento de nuestra fisiología pero, a demanda de sentido común, diremos que no lo es tanto como para identificar en él el alma.

Este soporte del cerebro me invita a hacer una propuesta. ¿Podríamos pensar que una víctima del síndrome de Down no tiene alma? Nosotros, los orgullosos sanos, ¿dejaremos de reconocerla digna de ser inmortal? Esa persona ¿dejará de ser receptora del soplo de eternidad que le dio su identidad única? Con esta premisa ¿es que sólo han de ser habitadas por seres humanos las casas de arquitectura perfecta y, en contraste, los habitantes de chabolas de cartón y con goteras, sin luz ni retrete no pueden ser personas...? En su proyección sociológica esto nos llevaría a un retroceso imparable; terminarían teniendo alma solamente los magnates y rodaríamos por el barranco del calvinismo y la predestinación. En la mira teológica, el alma se subordinaría a la envoltura corporal. Sin embargo, bien podemos afirmar que una persona irrepetible seguirá existiendo, en su conjunto de alma y cuerpo, con un mismo destino trazado por Dios desde la eternidad.

¿En el cerebro?

Qué estupendo clavo ardiendo para los materialistas que le otorgan a esta magnífica herramienta emanaciones y facultades que la sobrepasan. ¡Con lo poco que se sabe del cerebro...! Se dijo que disponía de diez mil millones de neuronas y ahora resulta que supera con creces los cien mil millones. Y que en una actividad ordinaria se superan los cien billones de conexiones sinápticas... De él, que no es el alma sino que ésta lo vivifica y a ella sirve, todavía reconocemos no saber la respuesta a sus incógnitas. Incógnitas como esta: ¿Por qué y para qué tenemos tan portentoso instrumento? ¿Nada más que por exigencias de la evolución? ¡Pero si no aprovechamos ni un diez por ciento de su potencialidad...!

Si en él, como se asegura, radican las emociones y las abstracciones nos surge una pregunta mucho más inquietante: ¿Por qué tal maravilla la tenemos sólo para pasar por la creación como relámpagos? ¿Tiene sentido tanto desperdicio? La evidencia nos dice que detrás de esa estructura vive una esencia personal más desconocida aun que todo lo que todavía ignoramos del cerebro. Ese "cochero de Platón", oculto y solo — tú, lector, y todos — al que nadie puede acompañar - ni esposa/esposo, ni padre o madre, ni el mejor de los amigos - excepto el mismo Dios y solamente Él.

Y, otra cosa... Si hemos de creer que el cerebro está infra-aprovechado, como dicen algunos, entonces, en el hombre la evolución darwiniana se ha hecho retrógrada. La Naturaleza nos suministró un órgano pleno de dones para que, después de miles de años, lo estemos usando al ralentí y a la mínima potencia. ¡Qué extraña cosa...! ¿No? Al contrario que todo lo demás, en vez de pasar de lo poco a lo mucho nuestro cerebro se desarrolló ¡hacia atrás! Quizás este retroceso pudiera explicarse en el relato bíblico y que sea cierto que en nuestros primeros padres, por su insolente soberbia, perdimos muchas de las facultades que justifican ese 90% en sombra.

De ahí que me niegue a admitir el "tres en un burro" de que los hombres somos solamente química; o descendientes del mono. ¡Teoría que muchos aceptan como ciencia! Ni que cuando se estropea tan formidable instrumento el ser humano se queda sin alma... "— ¡Oiga, oiga! - me dirá alguno - Y cuando enferma la mente con dos personalidades ¿usted cree que sólo tienen un alma?" Pues claro que sí. Es evidente que ahí hay ‘una persona’, sólo que con el soporte dañado. De las dobles personalidades no es que sean dos sino una sola a la que el enfermo, para huir de una realidad que le atormenta, cambia la identidad hacia la que le conviene utilizar. Hasta que ésta canibaliza a la otra.

Qué es el alma

El alma es una energía que desconocemos hasta que la ponemos a prueba. ¿Recuerdan ustedes aquella película titulada El milagro de Ana Sullivan? Extraordinaria secuencia la llegada de Anne Sullivan Macy a la casa de los Keller, enviada por el Perkins Institute, de Boston, para cuidar y tratar a la niña Helen que era sorda y ciega. Inmediatamente pregunta por ella. Y lo que le presentan es una pobre bruta que no habla, que no oye ni ve. Sus padres, incapaces de entenderla le daban la comida casi como a un perro en su rincón, consintiéndole vagar por la casa como una sonámbula, gruñendo y dándose golpes por las paredes. En tan lastimoso estado se la encontró Anne Sullivan.

A los 19 meses de nacer sufrió unas fiebres que la dejaron sorda y ciega. Bien podemos decir que, aun si sólo por sorda, la suya ya sería una grave minusvalía pues, como sabemos, implica la dificultad de reconocer la propia voz para emitir sonidos. Pero Helen Keller era además ciega; por tanto, le faltaban tres elementos decisivos para la comunicación. Afortunadamente, Anne Sullivan, supo descubrir que tenía un cerebro y, sobre todo, un alma.

Y ya lo saben ustedes… Partiendo con pocas variaciones del sistema de signos que inventara el benedictino español Fray Ponce de León, (siglo XVI) y desarrollara el también español Juan Pablo Bonet, (siglo XVII), Anne Sullivan consiguió que el alma de aquella niña saliera a la luz y asombrara al mundo. (1) Algo que se muestra en la película de Arthur Penn con prodigiosa interpretación y dirección. El realismo de la pelea de imposición final fue de tal intensidad que para no repetirla se filmó con dos cámaras. Por cierto, los franceses difundieron que el método usado por Miss. Sullivan fue el Braille. Pero en las hemerotecas guardan numerosas declaraciones suyas y artículos refiriéndose al método de los españoles arriba citados.

La "resurrección" de Helen Keller tuvo resonancias universales hasta su muerte, en 1968, a los 88 años. Aquella bestezuela incomunicada, que sin saberlo guardaba en perfecto estado su natural "PC", renació a la vida y fue amada por millones de personas que vieron en ella la superación de las peores barreras. ¿Cómo? Saltando su alma, educada en el esfuerzo, hacia un cerebro que pedía ser utilizado. En verdad, no admiramos tanto su superación como el descubrimiento de su propia persona; junto al don de la palabra que nos hace herederos de Dios.

Helen Keller dejó en ridículo a Demóstenes. En todas partes fue recibida como estrella por reyes y magnates. Auditorios abarrotados, primera plana de los periódicos. Estuvo en España y visitó a Alfonso XIII. Una carta suya fechada en La Rábida, en 1893 - tenía ya 25 años -, habla de sus impresiones sobre Colón y de sus conversaciones con los frailes del monasterio. Beethoven, sordo como una tapia compuso su grandiosa Novena; Edison, otro sordo, inventó el teléfono y el gramófono, y Hendel, ciego en su ancianidad acompañó su Mesías tocando el órgano. Helen Keller aprendió a escribir a máquina, habló con soltura varios idiomas, además del griego clásico y el latín. Escribió varios libros superventas.

Es muy rudimentario confundir el alma con la inteligencia y, de ahí, deducir que el cerebro es su morada o soporte. Pero no, el cerebro por sí solo no sabe lo que es la fe, ni la esperanza ni la caridad; no tiene constancia y sí pereza. Tampoco la inteligencia sabe nada del coraje para la vida, ni del espíritu de sacrificio, ni de heroismo o abnegación, ni del arrobamiento ante las huellas de Dios al que descubrimos tanto en su creación inmensa como dentro de nosotros mismos. Esas virtudes han de ser elegidas, queridas y practicadas por "alguien" que usa de la inteligencia como instrumento.

Materializar el alma para perder la vida

"21 gramos" es el título de una película de reciente estreno fundada en la idea de que el alma, al dejar el cuerpo, reduce en 21 gramos el peso de éste. Por tanto, que ese es el peso del alma. Argumento muy parecido al de la novela de André Maurois, El pesador de almas, en la que su protagonista consigue retener la de su mujer en una campana de cristal. Enseña a un amigo cómo consiguió atraparla en el momento de expirar para que cuando llegue su propia muerte sepa, el amigo, juntar a las dos almas en la misma campana.

Ambas historias, la película y la novela, parecen, y creo que son, un soterrado intento de dar al alma propiedades materiales que no tiene. El alma es una energía que enlazada al cuerpo nos lo vivifica y le da una entidad irrepetible. Proviene directamente de Dios. Es espíritu destinado con nuestros cuerpos resucitados -y restituidos - a gozar del Dios Trino en sus moradas. No es un elemento material que se pueda medir o pesar. Al llegarnos de la eternidad, del Creador, esa propiedad espiritual le da a nuestra parte física una promesa de perdurabilidad por encima de la pavorosa destrucción de la muerte. Por estar nuestra alma asociada, pegada, a la fisiología de nuestro cuerpo, éste absorbe y participa de esa inmortalidad. Con este apoyo, y tantos otros que nos da la fe en la enseñza de los Apóstoles, creemos que en la resurrección viviremos con nuestro cuerpo. Por descontado que tanto para destino eterno de felicidad como de desgracia.

Lo que la fantasía literaria nos sugiere más o menos subliminalmente, a través de la supuesta condición material del alma, es que, consecuentemente, no somos criaturas inmortales; quiero decir prometidas para la resurrección. Puesto que si al alma la queremos entender como algo que se puede medir y pesar, por tanto materia a depender del cuerpo, estaría destinada a desaparecer con éste.

Nuestra vida sería como un suspiro en un ciclón. Muy contrario a lo que la Iglesia enseñó hasta "la puesta al día" del Concilio Vaticano II. Siempre, desde su Fundador, ha subrayado lo contrario (Catecismo Astete, s.XVI) confesando la resurrección de la carne, y no la de los muertos, detalle no baladí. Porque, insisto, dado que creemos que nuestro ser, nuestra existencia se compone con un ingrediente inmortal es de cajón que al morir no habremos muerto del todo, que los muertos no son tan muertos. De modo que cuando en el Credo de Trento decíamos creer en la resurrección de la carne significábamos que la esencia de nuestro ser físico, que sí es perecedero, descansa en la inmortalidad del alma. La carne que necesariamente ha de desaparecer, porque lleva el estigma del pecado de Adán, sólo triunfará en la vuelta a aquel primer plan del Creador, sobrepasado el estigma de soberbia con que se corrompió y pulverizó.

Oportuno viene a mi memoria que antes del CV2º confesábamos creer en la vida perdurable en lugar de, como ahora se dice, en la vida eterna. Y es así pues que vivimos, ya, en la eternidad, a causa de esa inmortalidad que nos acompaña desde que nacemos. Dicho de otro modo, desde la concepción y por la existencia del alma, aunque vivimos en la tierra caduca ya también vivimos en la misma eternidad. En asociación de ideas, o por simple conclusión, por eso decíamos creer: "en la vida perdurable". Porque esta vida perdura, pasa de este mundo a otro glorioso, cuyas delicias ningún ojo vió, ni oído oyó, ni el corazón humano es capaz de entender".
(1Cor 2, 9)

Esta idea no podía faltar en una disquisición sobre el alma humana, y en este blog.

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Alma de Cristo, santifícanos.


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(1) Un denso trabajo sobre este tema es el de Mª Paz González y Gaspar F. Calvo, titulado "Ponce de León y la enseñanza de sordomudos", que puede encontrarse en Google y Dialnet.

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