"La fe es creer la verdad por todo cuanto es conocida." ®

Como la mayoría de mis lectores supone, la destrucción de la misa ha sido piedra de toque en mi fe y tambor de batalla contra los hijos del mentiroso y padre de la mentira. (Jn 8, 31-ss) Porque si bien muchas veces he afirmado que la misa no es toda la religión también es cierto que sin ella las virtudes hasta ayer tenidas por cristianas se vuelven vulgar ideología. Y es que solamente los espíritus impregnados de Caridad -en tanto que virtud teologal- pueden practicar "la religión pura y sin mancha de socorrer a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones." (Sant 1, 27) Y esto es religión, en el sentido que la define, el sobrenatural, porque en la misa alabamos a Dios, al que no vemos, para aprender a amarle también en el prójimo, criatura suya, al que sí vemos. (1 Jn 4, 20)

La defensa de la Liturgia, es decir, la Misa, desde hace ya más de medio siglo sistemática y violentamente desacralizada, estimuló mi protesta sustentada en el principal de los Mandamientos que, al menos hasta mi generación, entendimos en "amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos". (Condición gemela de la Caridad.)

Sin este mandamiento y sin tal virtud de poco serviría, mejor dicho, de nada, una fe que moviera los montes, el dar todos los bienes a los pobres, hablar todas las lenguas y ofrecer a las llamas nuestro cuerpo. (1 Co 13). Por eso hemos de pregonar que la misa es, fue y siempre será, centro de la religión católica, sacrificio verdadero ofrecido al Dios Único y Todopoderoso, de donde y de quien recibimos la vida para aquí y para después de aquí. «Cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y fuente de donde mana toda su fuerza». (cf Catecismo, 1074; Lc 22, 19; 1 Co 11, 20 y ss)

Resulta ridículo, además de dramático, que los mismos que publicaron el Nuevo Catecismo de 1992, con la definición arriba expresada, redujeran la misa a ceremonia de circo y, con ello, su clero a caterva de corre-ve-y-diles del marxismo; o a los antaño estrictos en la moral y tenidos por soberbios, que sin duda los había, degradados hogaño en la vulgarísima lucha de clases, hasta el punto de que la envidia visceral se torne fundamento de justicia.

La nueva visión del mundo
se manifiesta cada vez con mayor descaro entre las autoridades de nuestra Iglesia. Desde el púlpito más alto se nos enseña una nueva moral expresada con astucia y cobardía en declaraciones a porrillo, fuera de cátedra, que no obligan, pues carecen del respaldo y la solemnidad magisterial, pero que sí esparcen en el pueblo la desorientación y el error. Así, desde un avión en vuelo o en una tertulia reporteril el hombre que debe suceder a Pedro evita condenar una homosexualidad supuestamente "generosa de dones para la Iglesia"; ridiculiza como conejas a las benditas madres cristianas; impulsa el divorcio exprés en la Rota, hasta ayer prudente y precavida en protección del sacramento; promueve como misericordia la comunión a los adúlteros; bendice la Carta de la Tierra desde un ecologismo de pacotilla, o afirma que todas las religiones creen en un mismo Dios... En esta última ocurrencia tirando a nuestro Redentor al arcén de la historia. Cosas dichas hoy con increible ligereza pero que no hace muchos años se castigaban con la excomunión... Porque eran propias de incrédulos y de paganos.

Creo que estas sorpresas se cultivaron en este medio siglo posconciliar desde el indisimulable empobrecimiento de las colectas en una mayoría de naciones católicas. Debilidad económica fruto inevitable de la debilidad moral, doctrinal y espiritual de la que ahora se hacen voceros los mass media monopolizados por los "hijos de las tinieblas". Los de siempre y ahora aplicados a eliminar el viejo patrón, trascendente, de las naciones cristianas, para instaurar en su lugar otro orden nuevo, ese su ambicioso y totalitario proyecto holístico. Un tsunami de nuevas enseñanzas - ¿quizás la Nueva Evangelización? - que pretende embaucarnos con los abalorios de un Nuevo Paradigma, el del hombre cósmico divinizado en loca arrogancia de supina estupidez.

Proyecto que se descubre, si no lo viera no lo creería, como copia de los kibbutzim indefectiblemente experimentados en Israel, con sus clásicos objetivos de aniquilar la familia (los hijos para el Estado), los cuerpos intermedios y la sociedad toda en el nuevo altar sindiós del mundialismo. Mundialismo que no es otra cosa que burda parodia del catolicismo; la réplica del revés en su espejo sin alma. He aquí el problema de nuestro tiempo: quieren hacernos dioses y huir de la verdad que desde Tales de Mileto y Parménides, engrandecidos por la aparición de Cristo, habíamos definido como principio y fin de todas las cosas. Entiéndase Dios.

Traeré ahora aquí las palabras del Cardenal Ratzinger, en 1988 Prefecto para la Doctrina de la Fe y hoy Papa Emérito Benedicto, porque a casi treinta años de distancia aparecen como muy acertada previsión del presente.

«Si no hacemos de la verdad un punto importante en la proclamación de nuestra fe, y si esta verdad ya no es esencial para la salvación del hombre, entonces las misiones pierden su significado. En efecto, se elaboró la conclusión, y lo sigue siendo hoy, que en el futuro, sólo debemos buscar que los cristianos sean buenos cristianos, los musulmanes buenos musulmanes, los hindúes buenos hindúes, y así sucesivamente. Y si llegamos a estos resultados, ¿cómo sabemos cuándo alguien es un “buen” cristiano, o “buen” musulmán? La idea de que todas las religiones son – o pretenden serlo – sólo símbolos de lo que finalmente es incomprensible, está ganando terreno rápidamente en la teología, y ya ha penetrado la práctica litúrgica. Cuando las cosas llegan a este punto, la fe es dejada a un lado, porque la fe realmente consiste en creer la verdad por cuanto es conocida.» (El Concilio y la dignidad de lo sagrado – Joseph Ratzinger, 13 julio 1988).

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