Dios y los imperfectos

A Jesús de Nazaret le crucificaron por “imperfecto”. Los “perfectos” eran sus verdugos con su manera de entender el judaísmo hasta convertir el Templo de Jesuralén en un gran ejemplo de exclusión de la misericordia divina. Impuros eran los que no eran judíos, las mujeres, los niños, quienes se dedicaban a ciertas profesiones -los pastores, testigos del nacimiento de Jesús-, los que trabajaban en sábado, los que tenían defectos físicos o algunas enfermedades, etc., etc. Este concepto de pureza es el que era auténticamente impuro, además de enfermizo.

Aquella sociedad estructuralmente injusta fue la que se encontró el Mesías. Así era el escenario en que se desarrolló su condición humana al cien por cien menos en el pecado. Podemos imaginarnos fácilmente que en estos tiempos no le hubiese ido mejor; quizá hoy ni siquiera hubiese completado esos tres años de vida pública, dado que su mensaje sigue siendo actualísimo viniendo a sanar a enfermos no a sanos; y el mundo está lleno de enfermos, incluida la estructura eclesial a la que Francisco trata de evangelizar a duras penas.

Cristo vino a dar luz y alegría a la existencia, a dar sentido a la vida, a liberar cuando todo parece desolación y muerte. A vivir, con mayúsculas, la ley y los profetas. Pero como no es el Dios de los perfectos, al poner todo su amor en el anuncio de la verdadera liberación, se encuentra con que no le entendieron entonces ni queremos entenderle ahora, siendo confundido con un rey temporal al que se le sigue por sus poderes más que por su locura de amor. Los considerados puros y perfectos fueron y siguen siendo sus verdaderos enemigos, incapaces de abrir los oídos a la conversión liberadora.

Jesús consintió en ser humano de verdad, sentir el dolor físico, psicológico y afectivo; padeció la traición y la zozobra de su proyecto que, en tanto que ser humano, veía que los resultados no se correspondían a su entrega total de amor, a todo lo bueno que Dios había puesto en el mundo. Él quiso experimentar la imperfección humana del fracaso, el miedo a sufrir y a morir, la soledad, el sufrimiento ante la cobardía, la incomprensión y que las cosas no ocurriesen según lo previsto… Todos los contratiempos y dificultades imaginables que convirtió en oración confiada y total abandono en las manos del Padre. Su éxito y su gloria se cimentaron entre las limitaciones de la condición humana, pero desde una determinada actitud: amando y sin caer en el pecado.

Cito a Rafael Aguirre: “Jesús es hijo de Dios no para salvarse milagrosamente de la cruz, ni para escabullir el bulto de la pasión, sino precisamente para vivir ese destino (histórico) como disponibilidad amorosa y creyente al plan del Padre. La filiación divina no se vive en el privilegio sino en la fe. Y en la oscuridad se verifica la entrega libre de la fe”.

El radicalismo de Jesús no es el del rigorista moral sino el de quien se descubre sumergido en una corriente de amor desbordante. Él no vivió una vida humana perfecta y sufrió, pero nos trasladó con su ejemplo la revolución del que ama con misericordia, es decir, de “quien pone su corazón con ternura en nuestra miseria”. La famosa puerta estrecha del Evangelio de la misericordia amando, tan alejada de los que aspiran a ser perfectos y es la causa de tantas neurosis.
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