Lo que hace la mano derecha y la izquierda
| Gabriel Mª Otalora
El evangelio está lleno de indicaciones sorprendentes, por lo novedosas, para quien las lee con el corazón abierto a la escucha. Da igual si estamos en el siglo de los iluministas, en el Medioevo o en pleno siglo XXI. Dios es siempre novedad y aliento fresco que nos invita al crecimiento y a la madurez integral. Pues bien, me he fijado en un pasaje en el evangelio de Mateo no es menor sobre el mensaje que atesora.
Dicho pasaje nos habla de la importancia de no practicar la justicia delante de los demás para ser vistos y alabados por ello; cuando demos limosna, que no sepa la mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea en secreto; y nuestro Padre, que ve en lo secreto, nos recompensará (Mt 6). Jesús nos alerta de lo fácil que es caer en la tentación de ser generosos... poniendo un cuidado disimulado para que otros se enteren de mi buen corazón. Y ya sabemos lo que Jesús opinaba de la hipocresía vanidosa de los “sepulcros blanqueados”. Se entiende bien cuando vemos a gente famosa en los medios de comunicación “comprando” prestigio asegurándose de ser vistas como gente buena realizando donativos a causas solidarias de primer orden, pero a bombo y platillo.
No siempre es así, y por ello me abstendré de poner ejemplos con nombres y apellidos recientes en los medios de comunicación anunciando una filantropía, desinteresada o no, aunque a veces es muy evidente la utilización de la pobreza y la desigualdad para consumo de la vanidad personal; un servicio a los demás que puede tener como primer objetivo nuestras necesidades de autoestima o vanagloria para llenar vacíos personales o sueños que pesan bastante más que el bien que hemos decidido hacer. El evangelio nos hace reflexionar que es humano, pero no lo mejor, que pensemos en nuestro ego que en las personas que nos necesitan en su precariedad. Sus mensajes se refieren siempre en el servicio a las necesidades de los demás, lo único que nos llenará el corazón de verdadera alegría y madurez humana.
Si acertamos en nuestra actitud, crecemos; cuando nos centramos en lo nuestro apoyados en las necesidades de los demás, no. Ahora que está de moda la espiritualidad en todas sus variantes, resulta oportuno el tino de Gabriel Marcel cuando dijo que “Entrar dentro de sí quiere decir, en el fondo, salir de sí”. Buscar que nos alegre el bien de los demás es evangelio puro, sin importar el nivel de influencia social o la cercanía afectiva con lo que somos y pensamos. Al mensaje de “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? (Lc 32), Jesús nos invita a seguirlo centrados en el necesitado y en su precariedad, no solamente en nosotros y en nuestros afines.
Verdadera misericordia evangélica es lo que el mundo demanda frente a la insensibilidad y la apatía. La ternura, el cariño, la acogida cálida a cada persona deben recuperar el papel esencial con esa actitud de entrega delicada en los que sufren como si fuera yo mismo el necesitado. Y no solo por lo que hemos comentado de la vanidad hipócrita poco evangélica, sino porque al centrarnos disimuladamente en nosotros, nuestra actuación tendrá menos éxito ante cualquier dificultad que aparezca, lógica con personas a las que nadie escucha, nadie espera en ningún sitio, nadie acaricia y besa y, sin embargo, son los preferidos del evangelio. Una prioridad que no viene de que los pobres son mejores, sino porque su indigencia (física, afectiva, etc.) les aprieta, están más desvalidos y urge una ayuda ante su desvalimiento y precariedad.
El compromiso cristiano está llamado a introducir misericordia amorosa eficaz en los engranajes de esta sociedad concreta, para ayudar al que no tiene ni para comer, asistir al que sufre de soledad, acompañar en la depresión, aliviar las limitaciones de la vejez, sostener la vida del desvalido o al apestado social. Y hacerlo sin vanidad, lo cual no quiere decir que los cristianos debamos esconder nuestra coherencia fiel al mensaje evangélico. Anuncio sí, vanagloria, no. Como no es fácil la distinción, Jesús nos lo recuerda y muestra su ejemplo al tiempo que nos recuerda que la oración es la fuente directa para un acertado discernimiento.