El juicio final (*)
Cuando pronunciamos estas palabras, juicio final, late la inquietud sobre qué va a pasar el día en que Dios nos llame a su presencia. Si echamos un vistazo a las catequesis, abundan las asimilaciones del juicio al premio y al castigo, a la eternidad irreversible en el cielo o el infierno, dependiendo precisamente de nuestras obras. ¿Cómo será? ¿Qué balanza utilizarán para el pesaje de nuestras acciones en este mundo?
Durante mucho tiempo nos han transmitido un mensaje cristiano reconcentrado en el miedo al infierno; un mensaje que tenía -y sigue teniendo- muchos ribetes de la “justicia” que nosotros aplicaríamos si nos encargasen valorar a nuestros congéneres. Pero lo cierto es que la vida, todo, es un regalo. Nuestros méritos no dan la felicidad eterna sino la bondad de Dios hecha gracia. Aun así, el pecado original (el de la imperfección humana como fuente de todos los demás pecados) ha centrado la catequesis en lugar de poner el acento en el amor que Dios nos tiene. Nuestra vida cristiana ha sido dirigida desde el miedo al castigo eterno mientras se minimizaba la esperanza en el amor infinito de Dios a sus criaturas. De ahí la imagen adusta que ha quedado del Padre.
Afortunadamente, estamos en tiempo de mensajes que ponen en valor al Dios de la misericordia como elemento central de su plan de salvación para cada persona. Evangelio significa buena noticia. Por eso, me parece preciosa la reflexión del teólogo Ermes Ronchi, que suena como una oración: "El juicio final no se centrará en nuestros fallos, sino en nuestros aciertos: me has consolado, me has dado pan… El centro será el amor, no las faltas de amor".
Y ante esa pasión divina por salvar todo lo que de bueno hicimos en la Tierra (El Padre que está en el cielo no quiere que ni uno solo se pierda: Mt 18), media un abismo con nuestra justicia, tan parcial y proclive al castigo, cuando no a la venganza. Dios perdona como un liberador no como un desmemoriado, nos dice Ronchi. Su perdón es transformador porque libera transformándonos en felicidad; nunca nos deja indiferentes. Si hablamos del juicio final, es necesario releer en clave de oración cómo perdonaba Jesús a quien tenía delante mostrando un desinterés evidente por su pasado del mal. Con delicadeza y con inmenso amor revolucionaba al pecador salvándole en su humanidad y liberándole de su culpa; el episodio con la mujer adúltera fue, es impresionante. Y la salvación (en arameo, "donación de vida") es una invitación actualizada para adoptar la actitud de Jesús con uno mismo y con los demás. En el juicio final, por tanto, no cuadra que nos vayamos a encontrar con el inquisidor que todos llevamos dentro y que nos han proyectado hasta distorsionar el rostro del Padre.
Dios salva por su gracia (gratis) y nuestra actitud debe ser la de sentirnos alegres por ser hijos salvados y prestos a crear en otros esa experiencia de fe regalada. Alguno puede percibirme un luteranismo incipiente. Pues bien, en el punto de la salvación, Benedicto XVI reivindicó a Lutero, reconociendo su tesis de que no podemos salvarnos con nuestro esfuerzo por ser buenos; (tampoco a pesar nuestro, pero ¿quien en su sano juicio no desea la felicidad infinita de Dios? Sólo Cristo puede salvarnos porque valora mucho más el amor que el pecado. Esto es lo esencial. Por eso deberíamos abrir nuestra experiencia de amor regalado con hechos de Buena Noticia a nuestro alrededor. El prójimo es la referencia inteligente. Así, cuanto más amo, mi vida cobra más sentido. Es la regla que esponja toda la historia.
Un buen ejemplo de la atemporalidad del amor lo tenemos en este suelto del Tao te king, escrito en el siglo VI a.C. y atribuido a Lao Tsé: Cuanto más hace por los otros, Tanto más posee. Cuanto más da a los otros, Tanto más tiene. Teología pura, añado yo.
(*)Extracto del libro Orar con los libros. Gabriel Mª Otalora. Grupo Fonte Monte Carmelo. 2016
Durante mucho tiempo nos han transmitido un mensaje cristiano reconcentrado en el miedo al infierno; un mensaje que tenía -y sigue teniendo- muchos ribetes de la “justicia” que nosotros aplicaríamos si nos encargasen valorar a nuestros congéneres. Pero lo cierto es que la vida, todo, es un regalo. Nuestros méritos no dan la felicidad eterna sino la bondad de Dios hecha gracia. Aun así, el pecado original (el de la imperfección humana como fuente de todos los demás pecados) ha centrado la catequesis en lugar de poner el acento en el amor que Dios nos tiene. Nuestra vida cristiana ha sido dirigida desde el miedo al castigo eterno mientras se minimizaba la esperanza en el amor infinito de Dios a sus criaturas. De ahí la imagen adusta que ha quedado del Padre.
Afortunadamente, estamos en tiempo de mensajes que ponen en valor al Dios de la misericordia como elemento central de su plan de salvación para cada persona. Evangelio significa buena noticia. Por eso, me parece preciosa la reflexión del teólogo Ermes Ronchi, que suena como una oración: "El juicio final no se centrará en nuestros fallos, sino en nuestros aciertos: me has consolado, me has dado pan… El centro será el amor, no las faltas de amor".
Y ante esa pasión divina por salvar todo lo que de bueno hicimos en la Tierra (El Padre que está en el cielo no quiere que ni uno solo se pierda: Mt 18), media un abismo con nuestra justicia, tan parcial y proclive al castigo, cuando no a la venganza. Dios perdona como un liberador no como un desmemoriado, nos dice Ronchi. Su perdón es transformador porque libera transformándonos en felicidad; nunca nos deja indiferentes. Si hablamos del juicio final, es necesario releer en clave de oración cómo perdonaba Jesús a quien tenía delante mostrando un desinterés evidente por su pasado del mal. Con delicadeza y con inmenso amor revolucionaba al pecador salvándole en su humanidad y liberándole de su culpa; el episodio con la mujer adúltera fue, es impresionante. Y la salvación (en arameo, "donación de vida") es una invitación actualizada para adoptar la actitud de Jesús con uno mismo y con los demás. En el juicio final, por tanto, no cuadra que nos vayamos a encontrar con el inquisidor que todos llevamos dentro y que nos han proyectado hasta distorsionar el rostro del Padre.
Dios salva por su gracia (gratis) y nuestra actitud debe ser la de sentirnos alegres por ser hijos salvados y prestos a crear en otros esa experiencia de fe regalada. Alguno puede percibirme un luteranismo incipiente. Pues bien, en el punto de la salvación, Benedicto XVI reivindicó a Lutero, reconociendo su tesis de que no podemos salvarnos con nuestro esfuerzo por ser buenos; (tampoco a pesar nuestro, pero ¿quien en su sano juicio no desea la felicidad infinita de Dios? Sólo Cristo puede salvarnos porque valora mucho más el amor que el pecado. Esto es lo esencial. Por eso deberíamos abrir nuestra experiencia de amor regalado con hechos de Buena Noticia a nuestro alrededor. El prójimo es la referencia inteligente. Así, cuanto más amo, mi vida cobra más sentido. Es la regla que esponja toda la historia.
Un buen ejemplo de la atemporalidad del amor lo tenemos en este suelto del Tao te king, escrito en el siglo VI a.C. y atribuido a Lao Tsé: Cuanto más hace por los otros, Tanto más posee. Cuanto más da a los otros, Tanto más tiene. Teología pura, añado yo.
(*)Extracto del libro Orar con los libros. Gabriel Mª Otalora. Grupo Fonte Monte Carmelo. 2016