El reto de los católicos

Regularmente venimos leyendo cómo va mermando la influencia de la Iglesia Católica entre la población. La realidad no hace más que confirmar que este nuestra Iglesia católica de Occidente va camino de convertirse en una secta desde el sentido numérico y sociológico.

Seguro que para algunos es una buena noticia al constatar que después de tantos años y siglos de ominosa influencia eclesial, empieza a abrirse una ventana por donde el laicismo va a respirar con más fuerza, pues los datos apuntan a que la tendencia se agudizará produciendo en la población un alejamiento aun mayor, tanto de las prácticas religiosas como de la influencia social que transmiten los mensajes de la jerarquía eclesiástica.

Para otros, el informe es una mala noticia, una más, preocupados como están por la marea anticlerical y la indiferencia religiosa que supone la ocultación del mensaje y los valores evangélicos en nuestro día a día. Hay un tercer grupo, en fin, que dentro de la turbación, encuentran más motivos de esperanza que de abatimiento porque perciben la situación actual como una invitación a recuperar los genuinos valores del Reino, eclipsados en buena parte por los propios católicos, a menudo irreconocibles en su ejemplo, jerarcas incluidos, por las tantas veces que encabritan y alejan al rebaño en lugar de apacentarlo como haría un buen pastor. Yo me encuentro entre estos católicos esperanzados que creen posible con la crisis que la Buena Noticia se haga más visible por necesaria ya que el desencanto existencial que lleva a la huida hacia adelante no puede apagar la enorme insatisfacción en la que nos hemos instalado ¿Qué nos falta para trasmitir con convicción la experiencia liberadora de nuestro Mensaje? Nunca es mal momento para que cada uno se haga esta pregunta.

No es menos cierto que la indiferencia religiosa es un problema de nuestro tiempo, un fenómeno moderno que llega con el esplendor racionalista de finales del XVIII y el comienzo del ateísmo ilustrado hasta llegar a los niveles de indiferencia actuales, atrapados como estamos por un materialismo omnipresente. Al final, la posmodernidad dominante aparta con indiferencia a Dios porque ni el crecimiento personal es una cuestión importante; todo es líquido, y bastante tenemos con el agradable pasar dentro de una existencia que no tiene ningún objetivo que nos lleve a compromisos ¿Nuestro propio mensaje nos estorba? Se ha llegado a proclamar la muerte de Dios (Nietzsche) y queda el poso en forma de sospecha envenenada de que cuando Dios gana, el hombre es el que pierde; y viceversa. Por si fuera poco, otros dioses como la tecnología, la razón de Estado, el consumismo, etc. son considerados y aceptados como fines en sí mismos.

Para empezar, falta experiencia religiosa en los propios católicos, quizá por retozar demasiado en la sociedad de consumo. Nos falta mucha humildad para reconocer que el Espíritu sopla donde quiere. Que Jesús de Nazaret transformaba con su ejemplo a cuántos tenían la mínima predisposición a abrirse a Él; que sus palabras más duras las reservó para los soberbios sepulcros blanqueados.

Falta valentía para vivir más solidariamente, y sobre todo, para dejarle a Dios que actúe a través de nuestras manos, viviendo a su imagen y semejanza con el ejemplo. Para colmo, muchos de los que niegan a Dios, le están afirmando con su actitud y su conducta. No tienen fe, pero sus hechos trabajan en la dirección de los valores del Evangelio, incluso cuando nos recriminan la tendencia a apoderarnos de Dios para domeñarlo a nuestra horma. No fue un teólogo quien afirmó que “si Dios no es amor, no vale la pena que exista”, sino Henry Miller. Nuestro reto pasa por recuperar la práctica del espíritu de las bienaventuranzas y volver a experimentar la felicidad que viene de Dios; ser creíbles por nuestras obras, que son las únicas que dan valor a nuestros ritos, sin que se conviertan en causa de desconcierto para quienes buscan sinceramente pero se encuentran con la caricatura de “la religión del cumplimiento” (cumplo y miento) que mueve más al escándalo que a la conversión. “Por sus hechos los conoceréis”.

Se nos olvida que el Evangelio es una respuesta a ese anhelo profundo de felicidad que habita en nuestro corazón. Quizá sea por los muchos olvidos por lo que aceptamos pasivamente la consideración de “católico practicante” a quien acude a misa los domingos, en lugar de llamar así al que vive el Evangelio dentro y fuera del templo. Nuestro reto es voltear esta percepción a base de mejorar el ejemplo.
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