La voluntad de Dios

Creo que ningún cristiano pone en duda que la voluntad de Dios es que seamos felices. Pero reflexionemos esto desde otro ángulo tan evangélico como el anterior: el precepto divino de aceptar la voluntad de Dios. Inmediatamente lo asociamos a lo que nos cuesta vivir como cristianos auténticos, a las múltiples veces que tenemos que actuar contra corriente, a la sensación de dificultad y malestar que nos produce cumplir con su voluntad… ¿Cómo casa la voluntad de Dios, que nos ha creado para la felicidad plena, con la sensación de que “todo lo rico y placentero es malo para la salud o es pecado”?

No es la primera vez que toco este asunto, pero es que creo que tras la aceptación está la verdadera fe, y el crecimiento humano y cristiano.

Si nos vamos a lo esencial, el comportamiento que propone el Evangelio, en primer lugar, nace del amor de Dios a cada uno de nosotros. Y no hay amor mayor. En segundo lugar, cada cumplimiento de sus normas supone un crecimiento personal, un acercamiento a la mejor posibilidad de uno mismo. En tercer lugar, cada pecado, cada transgresión evangélica, al que primero le hace daño es al pecador porque le empobrece, le seca la fuente de su mejor humanidad. El no-bien de cada desamor que generamos a nuestro alrededor, supone un ataque a nuestra íntima fuente de felicidad y alegría; no solo a la de los demás, con lo que resulta doblemente pernicioso.

Se nos prohíbe comer la manzana del Edén precisamente porque nos hace daño. Igual que se nos prohíben ciertos alimentos estupendos cuando padecemos determinadas enfermedades; se nos invita a vencer la pereza y hacer ejercicio para eliminar toxinas, o se nos infringe un gran dolor al ponernos el hueso roto en su sitio…

Dios no vino a redimirnos nuestros pecados desde la acusación y el reproche; el Padre sabe muy bien que nuestra textura está hecha de barro. Dios no vino a anunciar la redención en plan acusador buscando la humillación del pecador. Nos lo mostró muy bien en la parábola de la adúltera y, sobre todo, en la parábola del Padre, mal llamada del Hijo pródigo. Solo nos pide que seamos humildemente conscientes del barro de nuestra condición imperfecta y pecadora, para que le hagamos sitio al amor de Dios.

Toda la voluntad de Dios va encaminada a nuestra felicidad. Ocurren contratiempos, llegan dificultades, tenemos limitaciones; todos, sin excepción. Dios Hijo también las tuvo como hombre porque lo aceptó por amor. Forman parte de la condición humana, entremezcladas con la libertad que Dios nos regala para optar ante las circunstancias. Y cada vez que hacemos “conforme a la voluntad de Dios” significará que actuamos en nuestro propio beneficio. Nos falta fe, claro, porque forma parte del barro que estamos hechos. Si les pasó lo mismo a los discípulos, que convivieron con el Maestro… ¿No nos va a pasar a nosotros igual?

Por tanto, menos sentirnos culpables y más actuar con agradecimiento ante el perdón amoroso de Dios, a la manera de cómo actuó el padre de la parábola con sus dos hijos (no solo con el que dilapidó sus bienes de mala manera). Vivamos una vida cristiana conscientes de la cantidad de regalos que Dios nos hace ¡cada día!, centrados en la implantación del Reino en nuestro interior, desde la conversión, para irradiar el Reino a los que nos rodean.

Se trata de dejarnos invadir por Dios con su proyecto: nuestra felicidad imitando a Cristo en todo, sin olvidar que él destacó por su fidelidad al Padre en forma de misericordia y perdón, generando alegría y amor por donde pasaba; con la mano tendida, hasta el final, a quienes estuvieron emperrados en que semejante estilo de vida debía acabar cuanto antes.
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