Misterio de amor

Navidad es el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y el anuncio de nuestra salvación. En Navidad el cielo baja a la tierra; Dios se hace hombre; el Eterno entra en el tiempo; el Omnipotente se hace pobre; el Altísimo se hace pequeño; el Fuerte se hace débil; el Incorruptible asume nuestra carne; el Hijo de Dios se hace uno de nosotros, naciendo como un niño en brazos de la Virgen María.

El hecho de que Jesús nazca en un lugar geográfico concreto, de una madre de quien sabemos el nombre, en una familia de la que conocemos los orígenes, la residencia e, incluso, la genealogía, nos permite contemplar un acontecimiento que ha transformado el mundo y que ha marcado de forma indeleble la vida de los hombres. El teólogo Oscar Cullmann decía que no es casual que los años se cuenten desde el nacimiento de Jesucristo, una manera de contar que señala un «antes» y un «después» del acontecimiento de su venida al mundo.

Para el creyente, en Navidad la vida adquiere así un nuevo significado. Navidad no es sólo un misterio que mira el pasado, sino que es un hecho que se arraiga en el tiempo presente. Recuerdo que, hace un año, en el número del tiempo navideño de la revista de los jesuitas italianos La Civiltà Cattolica, su editorial terminaba con una cita de Angelus Silesius, un místico alemán del siglo XVI, que escribió: «Si mil veces naciera Cristo en Belén,/ pero no [nace] en ti,/ estás perdido eternamente.»

Navidad nos interroga sobre nuestra fe y sobre la forma en que acogemos a nuestros hermanos y hermanas. Cuando el Omnipotente decide nacer en Belén, encarnado en un Niño, opta por venir al mundo en la precariedad, sin comodidades, con las dificultades de una familia que lucha por sacar adelante su proyecto de vida. Navidad es la revolución de la ternura de Dios que «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,52). La paz y la justicia se construyen día a día, reconociendo la dignidad de cualquier vida humana, desde la más pequeña e indefensa y reconociendo que cualquier ser humano es hijo de Dios y, por lo tanto, nuestro hermano.

Navidad es, pues, un don al que debemos estar abiertos. El Emmanuel es el Dios que viene entre nosotros para curarnos de nuestros pecados y para darnos el sentido de la fraternidad y de la filiación divina. Navidad nos invita siempre a renovarnos, a sentirnos hermanos los unos con los otros.

Si Jesús se convierte en uno de nosotros, se hace cercano a nosotros, también nosotros somos invitados a acercarnos a los demás. Si la vida cristiana es un camino y una asimilación progresiva de la vida de Jesús, nuestra conciencia debe sentirse interpelada por la experiencia de la pobreza y la humildad que marcan la entrada del Señor de la gloria en nuestra historia.

«No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11). Qué bonito sería que, como los pastores, acogiéramos el don de la Navidad con corazón de pobre. Con esta esperanza, deseo a todos una santa y fraterna Navidad.

† Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
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