El emigrante y el refugiado que vive con nosotros será uno más entre nosotros

Con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de este domingo, quiero acercarme a los cristianos y a los hombres de buena voluntad para recordaros unas páginas bíblicas que no podemos plegar y que tenemos que vivir cuando hablamos de ellos: «Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. El emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo amarás como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto. Yo soy el Señor vuestro Dios» (Lv 19, 33-34). Por otra parte, tenemos en la vida misma de Jesús la muestra de cómo trata a todos los hombres y qué es lo que desea de sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor. [...] Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (cfr. Jn 15, 9-15).

Os tengo que hablar con verdad: me preocupa mucho la triste situación de tantos migrantes y refugiados que están con nosotros y me preocupan aquellos para los que, por distintas situaciones políticas y sociales, es insostenible seguir viviendo en su lugar de origen y buscan otro. Algo hemos de hacer. No podemos quedarnos con los brazos cruzados quienes hablamos de defensa de la dignidad del ser humano y, sobre todo, los que creemos que todo ser humano está creado a imagen y semejanza de Dios. En estos tres años y meses que llevo con vosotros, he visitado muchas parroquias y muchas comunidades cristianas en Madrid. Puedo comprobar el número enorme de migrantes que viven con nosotros. Y no solamente en las parroquias, también cuando visito los lugares de atención a quienes más necesitan, veo y hablo con emigrantes y refugiados; cuando celebro la Misa en la cárcel o en el CIE, me encuentro con la realidad dolorosa del migrante y del refugiado; cuando paseo por las calles de Madrid y doy la oportunidad de hablar a las personas que tienen las necesidades más elementales, en general me encuentro con muchos que son migrantes.

De estas realidades y de todos estos encuentros, me surgen muchas preguntas: esas páginas bíblicas que os recordaba antes, ¿las estoy viviendo y haciendo vida con los migrantes?, ¿las estamos haciendo vida nuestras comunidades cristianas? ¿Animo a todos –cristianos, responsables de la vida social y política, miembros de las comunidades parroquiales, Cáritas diocesana, otras comunidades eclesiales…– a convertir estas páginas bíblicas en cuerpo concreto, en rostros concretos? Cuando al llegar a Madrid instituí la Vicaría de Pastoral Social, bien sabe Dios que deseé hacer vibrar en la vida de nuestra Iglesia diocesana la atención a los migrantes, desplazados y refugiados, víctimas de trata y de todas las situaciones humanas en las que la pobreza, la vulnerabilidad y el sufrimiento se manifiestan y hacen que el desarrollo del ser humano no se pueda realizar en la plenitud que Jesucristo desea...

Una vez más, con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, os animo a todos a construir la gran familia de los hijos de Dios. Os animo a que el padrenuestro, oración y modo de estar en la vida que nos enseñó Jesús y que los cristianos tantas veces rezamos, no sea una oración más, sino que sea un programa de vida de quienes nos sabemos hijos de Dios y, por ello mismo, hermanos de todos los hombres, con una capacidad singular para santificar el nombre de Dios en el rostro de quien más lo necesita, con quien Jesucristo se identifica de una manera especial para que veamos su rostro dolorido. A quienes tienen que dejar su patria por los motivos que fuere: de trabajo, de situaciones de guerra, de rechazo por sus ideas, sean niños, jóvenes, adultos o ancianos, familias enteras, hemos de darles aposento. Habrá que buscar los modos más adecuados, pero hay que hacerlo con determinación y urgencia. Las palabras de Jesús son contundentes: «Fui forastero y me hospedasteis. [...] Señor, ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos? [...] Cada vez que se lo hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (cfr. Mt 25, 31-46).

Os invito a asumir tres compromisos y a construir nuestras comunidades cristianas dando respuesta también a aquellas preocupaciones de las que el Papa Pablo VI nos hablaba, cuando nos decía que ni las ideologías, ni los programas políticos y económicos, pueden responder por sí mismos a los grandes y graves desafíos que tiene la humanidad, entre los que se encuentran los migrantes y los refugiados. Estos compromisos son:

1. Hagamos unas comunidades cristianas que acogen a quienes más lo necesitan: la Iglesia que se visibiliza en las comunidades cristianas quiere contemplar las personas de los migrantes y refugiados, sus sufrimientos y las violencias que padecen, con los ojos de Jesús. ¡Qué modo de conmoverse tenía Jesús ante el espectáculo de las muchedumbres que andaban errantes como ovejas que no tienen pastor! Acoger es dar esperanza, tener valentía para decir: ¿qué quieres que haga por ti?; tener amor, el mismo de Jesús que da la vida por todos, amor por quien es mi hermano y que me necesita más, porque llega de nuevas, llega a otra cultura, no sabe mi idioma, no tiene trabajo, no tiene en quién confiar, está solo y a la intemperie… Se trata de tener un amor creativo que busca salidas, haciendo todo lo posible para que nadie se aproveche de la vulnerabilidad en la que está. En los niños y jóvenes, que sientan la acogida en la escuela del país al que llegan, donde los itinerarios educativos son diferentes, que perciban el empeño de buscar caminos formativos de integración y acogida apropiados a sus necesidades, creando en las aulas un clima de diálogo sobre la base de los principios y valores universales. En los adultos, que encuentren hermanos, amigos, que los acompañan y aconsejan, que luchan por los derechos que tiene todo ser humano.

2. Hagamos unas comunidades cristianas que protegen la dignidad de todo ser humano: que sepamos dar protección y dar vida a todos los derechos del ser humano. Saber proteger a quienes llegan es tarea urgente de los cristianos, no es cuestión de ideas, es la cuestión de ser o no ser. Cristo nos dio su vida para entregarla y su manifestación más verdadera es revelar que soy hermano de todo hombre. Hemos de vivir con radicalidad en nuestras comunidades cristianas que la fuente última de lo que son derechos humanos no se encuentra ni en la mera voluntad de los seres humanos, ni en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos están presentes en todos, son universales. Son inviolables, pues son inherentes a la persona humana y su dignidad. Y son inalienables, ya que nadie puede privar de ellos a sus semejantes. Por ello, es urgente que en nuestras comunidades los tutelemos y los protejamos en su totalidad; entre otros, el derecho a la vida, el derecho a vivir en una familia, el derecho a la propia libertad sin quitársela a otros, el derecho al conocimiento de la verdad, el derecho al trabajo, el derecho a fundar una familia y a educar a los hijos… La fuente y síntesis de todos estos derechos está, en cierto sentido, en la libertad religiosa entendida como el derecho a vivir en la verdad de la propia fe y conforme con la dignidad trascendente de la persona.

3. Hagamos comunidades cristianas que promueven a las personas y las integran: a quienes llegan, demos siempre la oportunidad de realizarse como personas en todas las dimensiones, entre ellas la religiosa. Seamos capaces de dar cabida en nuestras comunidades a los cristianos que llegan de otros lugares con una manera de vivir lo religioso en sus costumbres, su cultura y advocaciones. Que sientan y perciban que los acogemos en la Iglesia que es una y que lo de ellos es nuestro, como lo nuestros de ellos. La migración y la acogida de refugiados siempre es recurso y no obstáculo para el desarrollo de un pueblo. Es verdad que tiene que existir regulación de los flujos migratorios con criterios de equidad y equilibrio, pero también de gran generosidad, respetando ese derecho a la reunión de las familias. Integremos en nuestras comunidades a quienes llegan y, si están preparados para ello, démosles responsabilidades concretas, hagamos comunidades católicas. Promover e integrar es, en definitiva, hacer vida aquellas palabras de Jesús: «Fui forastero y me hospedasteis», y también aquellas otras con las que nos resumió su mandamiento principal: «Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo». Así, promover e integrar se sintetizan en vivir el Evangelio de la solidaridad.

Con gran afecto, os bendice,

+Carlos Card. Osoro, arzobispo de Madrid
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