El enfermo, sacramento de Jesucristo

Queridos diocesanos:

1. Os pido la misma atención y difusión para esta carta, como la que os pedí para la anterior, que trataba sobre la Comunión y el encuentro con Cristo en la Eucaristía. Ahora el encuentro es con el enfermo: “Estuve enfermo, y me visitaste” (Mt 25,36). En el enfermo está el cuerpo doliente de Cristo, y con el que se identifica. Es maravilloso saber que Jesús, el Hijo de Dios, en su deambular por la tierra; en sus caminos de servicio y anuncio del Evangelio, tuvo como preferidos a los enfermos, aunque esta preferencia nunca fuera en detrimento de ninguna otra necesidad. Pero es un dato objetivo que los enfermos fueron los que en la estadística de las relaciones de Jesús tiene el honor de ocupar el primer puesto. Se puede decir que ellos fueron los más atendidos.

2. Eso significa entonces que también los cristianos hemos de tener la preocupación por los enfermos como prioritaria en nuestra experiencia cristiana. Si eres familia, sanitario, vecino, si eres pariente o amigo de un enfermo y tienes fe, no te olvides de que el enfermo al que cuidas y visitas es “sacramento de Cristo”, en él está el rostro y el corazón de Cristo. Jesucristo se nos revela en cada enfermo.

3. Insisto en que esto lo digo, no porque no sea consciente de que al enfermo hay que cuidarlo con toda competencia, toda profesionalidad, con toda dedicación y con todos los medios posibles. Lo primero e inmediato es, por supuesto, atenderle del modo más urgente y exigente en calidad con que la sociedad, con sus recursos sanitarios, sea capaz de tratarlo en cada momento y en cada circunstancia. Por respeto a la dignidad humana hay que poner a disposición del enfermo todas las posibilidades y medios que la sanidad vaya encontrando en su espectacular proceso de desarrollo. Y todo, además, tendría que tener en el servicio sanitario un alto nivel de humanidad, ese que siempre es un plus imprescindible del servicio a los enfermos.

4. Aprovechando que la Iglesia celebra “La Jornada Mundial del enfermo”, con motivo de la celebración de Nuestra Señora de Lourdes, me voy a referir, sobre todo, a lo que los cristianos, en la pastoral de la Iglesia, hemos de hacer con los enfermos. Lo primero ha de ser que completemos ese grado de cariño que todo enfermo necesita, especialmente aquellos, por las razones que sea, no pueden tenerlo de su familia, que quizás no pueda llegar a tanto, como sucede en muchas ocasiones. Como cristianos debemos sumar a la atención sanitaria “la medicina del amor” que todo enfermo necesita, esa que no puede medir la ciencia o las administraciones competentes en la sanidad, pero sí debería valorar como algo necesario que la completa. La atención y los cuidados complementarios a la asistencia médica son siempre un servicio imprescindible en el doloroso proceso de cualquier enfermedad, tenga en el diagnóstico la gravedad que tenga. Por eso, quizás lo primero que tendríamos que hacer es cuidar y acompañar a las familias, con el estímulo de la fe y la caridad; pues siempre necesitan mucho apoyo, o bien material o bien moral, en los a veces tan largos procesos de acompañamiento de sus familiares enfermos.

5. La Iglesia está también atenta con el servicio específico que ella puede y debe ofrecer, tanto en una atención parroquial a los enfermos en sus casas, lo que sería como la medicina general o como el médico de familia. Es muy importante que cada parroquia, con la colaboración de voluntarios bien coordinados y acompañados, esté muy atenta y cercana a una atención lo más pronto y eficaz posible a cada enfermo o persona mayor que necesite cercanía y atención. Con una buena organización se puede tener una información, para que sea lo más rápido posible el consuelo y el servicio pastoral de la Iglesia. Es muy importante la prontitud la cercanía, o bien del sacerdote o de aquellos cristianos que tengan encomendada por la comunidad la pastoral del enfermo.

6. La Iglesia también está presente en los centros sanitarios con un amplio servicio pastoral al enfermo, a las familias a los profesionales católicos que precisen cualquier servicio y, sobre todo, afecto y estímulo. Los obispos, que solemos visitar a tantos enfermos en sus hogares, somos testigos de cómo les fortalece y ayuda la atención humana y espiritual que les ofrecen los capellanes y tantos voluntarios que dedican su tiempo a visitar acompañar y servir a los enfermos. Con su cercanía y con los servicios religiosos que ofrecen, como, por ejemplo, la oración compartida, la Comunión del Cuerpo de Jesucristo o el sacramento de la Unción de Enfermos, les acompañan y estimulan en la enfermedad.

7. En los hospitales, las personas idóneas a las que se les encomienda ese servicio, están siempre atentas a cualquier llamada, sugerencia o petición que reciban de los enfermos y sus familiares. La Iglesia sabe que tiene que ser como Jesús y por eso procura cuidar con mucho esmero y prontitud el servicio religioso en el ámbito de la enfermedad. Y les puedo asegurar que lo hacen muy bien, aunque en algunas ocasiones puedan encontrar obstáculos de quienes, por las razones que sean, no valoran la atención de las necesidades espirituales de los enfermos; que las tienen y, además, tiene derecho de recibirlas y la Iglesia obligación de dárselas en razón de su fe y de sus creencias religiosas.

8. En el entorno del enfermo, a veces, nos encontramos con personas que, si bien no son hostiles, si al menos son renuentes a que reciban el consuelo y la fortaleza que pide y necesita la fe del enfermo. A estos les sugeriría que tengan en cuenta la vida de la persona enferma a la que acompañan y que valoren como ha sido su experiencia cristiana; también les pediría que piensen que, en situación de enfermedad, incluso grave y terminal, el enfermo cristiano no suele tener miedo de lo que ofrece la Iglesia en nombre del Señor, sino que por el contrario, lo necesitan como la medicina espiritual que están deseando obtener.

9. Os cuento lo que me comunicó hace unos días una familia que quería transmitirme un mensaje de alguien muy querido para ellos, que a la hora de la muerte les encomendó que nos lo hicieran llegar al Papa y a mí. Más o menos estas fueron sus palabras: “Digan que soy muy feliz, que gozo de una gran paz, que sé que mi partida hacia la casa del Señor será inminente y, por eso, experimento la alegría de saber que pronto llegará mi encuentro con mi Padre Dios”. En el diálogo que tuve con esta familia pude comprobar que me hablaban de alguien que murió como vivió. Se cumplía en ella lo de San Pablo: “Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor” (Rm 14,8). Algunos, sin embargo, no pueden morir como han vivido porque, si no de un modo culpable, al menos sí irresponsablemente, impiden el contacto con el consuelo de Dios en la atención sacramental, proyectando su propio miedo en su familiar enfermo. Con este comportamiento el enfermo no puede morir con la fe y el sentido religioso con que han vivido.

10. En fin, qué queréis que os diga, mi consejo no es otro que le demos a cada enfermo lo que necesite, que si con alguien tenemos que ser especialmente generosos es con los que viven en esta situación de fragilidad. En lo sanitario tenemos que poner todo nuestro esmero para que a los enfermos no les falte nada de lo que necesiten, y en lo espiritual, a unos hay que ofrecerles todo lo necesario para que pasen ese trance tan difícil con el consuelo de la fe y a otros, para que encuentren la luz de la esperanza, que es incuestionablemente algo que todo ser humano busca y necesita. Y si en ese trance están la Santísima Virgen y su Bendito Esposo San José, tienen la mejor compañía en su enfermedad y para una buena muerte.

Con mi afecto y bendición.
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