La identidad de Jesús

Este domingo la Iglesia nos propone el pasaje de la confesión de san Pedro. El relato narra cómo este apóstol reconoció la identidad medular de Jesús. Mientras la gente identifica a Jesús de manera aproximada y periférica, Pedro reconoció la verdadera identidad de Jesús, como el Mesías, el Hijo de Dios. A su vez, Jesús otorgó a Simón un nuevo nombre y con ello, una nueva misión y en cierto modo también una nueva identidad. Pedro es el quicio de la Iglesia de Jesús, porque la fe en Cristo es la fuerza que sostiene la Iglesia.

El tema de la identidad de Jesús sigue tan actual como cuando se escribió el Evangelio. Jesús es quien es y su identidad no depende de que la reconozcamos o no. Pero el modo como nosotros percibimos, reconocemos y acogemos a Jesús sí condiciona nuestra relación con él y lo que esperamos y recibimos de él.

Cuando Jesús preguntó a sus discípulos acerca de lo que la gente decía de él, ellos le dieron unas pocas respuestas. Todas esas respuestas indicaban que la gente veía a Jesús como un profeta, como uno que hablaba de parte de Dios, lo que no está del todo desencaminado, pero no era preciso y cabal. Si hiciéramos una encuesta acerca de lo que hoy se dice de Jesús nos encontraríamos muchas más respuestas que entonces, algunas de las cuales, del todo desenfocadas. Escucharíamos opiniones tales como que Jesús es un maestro de moral; Jesús es el defensor de los pobres; Jesús es el operador de milagros; Jesús es una imagen objeto de devoción; Jesús es reformador de la sociedad; Jesús es el Salvador. Se podrían multiplicar las identidades que se le atribuyen a Jesús.

En este evangelio Jesús nos sigue planteando la misma pregunta que planteó a sus discípulos: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Y el gran reto que tenemos es que Jesús apruebe nuestra respuesta como aprobó la de Pedro: ¡Dichoso tú, Simón, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Esta respuesta de Jesús indica que la declaración de Pedro sobre Jesús no fue fruto meramente del trato que él había tenido con él, sino de una experiencia de fe. Pedro se había encontrado con Jesús en un plano superior al mero trato de amistad. Pedro descubrió y declaró que Jesús no solo era un hombre que decía y hacía cosas buenas, sino que era una persona en la que él había encontrado al mismo Dios y en la que él podía poner su confianza y su fe.

¿Nos hemos encontrado nosotros con Jesús? ¿Hemos experimentado el amor de Dios por nosotros en el trato con Jesús? ¿Se ha transformado nuestra propia vida en el encuentro con Jesús? Estas preguntas son importantes, porque la nueva evangelización, a la que estamos convocados, dice que el inicio de nuestra identidad como discípulos misioneros de Jesús es precisamente nuestro encuentro con él, que de tal forma transforme nuestra vida, que nos permita descubrir nuestra más auténtica identidad personal y nuestra vocación y misión. Pero, ¿dónde y cómo nos vamos a encontrar hoy con Jesús? ¿Quién facilitará nuestro encuentro con él? Y si ya lo conocemos, ¿cómo fortalecemos su amistad?

El encuentro con Jesús auténtico será posible en primer lugar como encuentro de fe, en la Iglesia. Conocer a Jesús en su identidad verdadera como el Mesías, el Hijo de Dios, no es posible desde una aproximación superficial, exterior, objetiva, sino como un encuentro de fe que transforma a la propia persona. Se facilita a través de la lectura de la Palabra de Dios, especialmente de los evangelios. Pero el encuentro con Jesús no significa conocer el texto de los evangelios o incluso sabérselo de memoria, sino abrirse en actitud de oración a la persona de la que esos textos hablan.

Un encuentro con Jesús se realiza a través de los sacramentos de la Iglesia, pero el encuentro con Jesús no significa realizar los ritos de manera digna y según las normas, sino dejarse tocar y transformar por Jesucristo que nos sale al encuentro con el amor y la misericordia de Dios en el signo sacramental. El encuentro con Jesús es posible a través del servicio al prójimo, pero no consiste en dar cosas a los necesitados, sino en acogerlos y compadecerse de sus sufrimientos y dolores. Cuando eso ocurra, entonces conoceremos a Jesús no con un conocimiento humano, sino como gracia de parte del Padre que está en los cielos.

Simón Pedro escuchó a continuación que Jesús le otorgaba una nueva identidad y misión. Yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. A nosotros Jesús nos otorgará la identidad de discípulos misioneros suyos para construir la Iglesia por medio de nuestra fe, de nuestro testimonio y nuestra caridad. Tendremos la misión de conducir a otros hacia Jesús. Seremos misioneros que de este modo construyen la Iglesia como la comunidad de los discípulos de Jesús que vivimos unidos por un mismo Espíritu. Si Pedro es piedra fundamental de la Iglesia, nosotros somos las piedras vivas que edifican la Iglesia sobre el cimiento de Pedro y los apóstoles.

Ésta es la fuerza transformadora del Evangelio. Así se despliega la gracia de Dios que renueva y da vida. De este modo descubriremos también el sentido y misión de nuestra propia vida, cuando nos comprendamos a nosotros mismos a la luz del amor que Dios nos tiene y vivamos como hijos suyos que tenemos puestas en él nuestra mirada.

Este gran don, este gran regalo de Dios, nos motiva a unir nuestra voz a la de san Pablo, que en la segunda lectura de hoy alaba la sabiduría y la ciencia de Dios. En efecto, todo proviene de Dios, todo ha sido hecho por él y todo está orientado hacia él. A él la gloria por los siglos de los siglos.


Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán
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