La Iglesia del tercer milenio según Francisco

La revolución tranquila de Francisco no se detiene. Y, además, está decidido a que sea irreversible. Sin posibilidad de marcha atrás, al menos en un largo futuro inmediato. Por eso, no la quiere hacer él sólo, aunque sabe que podría hacerlo, y, así, iría más rápida. Quiere que su primavera sea cosa de una gran mayoría. Más lenta, pues, pero más segura y duradera.

Hoy, ante todos los padres sinodales (una especie de Senado mundial eclesial, con miembros elegidos y otros nombrados directamente por él), el Papa pronunció un histórico discurso, que puede marcar el devenir de la institución. Aprovechando el 50 aniversario de la creación del Sínodo, un instrumento al que definió como “una de las herencias más hermosas de la última sesión del Concilio”, Francisco lanzó su hoja de ruta para la Iglesia del tercer milenio. Con cinco pilares básicos.

En primer lugar, una Iglesia sinodal, es decir corresponsable, donde todos sus miembros sean y se sientan Iglesia. Porque Sínodo, significa “caminar juntos”. Una Iglesia que, una vez por todas, pase de la pirámide al círculo o al poliedro. Con jerarquía y pueblo de Dios, pero sin que la primera cope y monopolice la institución. Los fieles no son “clase de tropa”. Todos bautizados, incluido el propio Papa. Sin abolir la jerarquía, pero poniéndola al servicio de la 'salus animarum'.

De la sinodalidad se deriva, en consecuencia lógica, el segundo pilar de la nueva Iglesia de Francisco: la colegialidad. Una Iglesia funcionando como el colegio de los apóstoles, donde todos eran iguales, aunque reconocían la primacía de Pedro, como un 'primus inter pares'. Una eclesiología de comunión, con una Iglesia única y católica, pero poliédrica, diferenciada e inculturada en diversas sociedades y culturas. Una Iglesia mosaico, que reniega de la uniformidad.

Pero la sinodalidad y la colegialidad sólo son posibles en una Iglesia descentralizada, que es el tercer pilar del sueño de francisco para el tercer milenio. Esa descentralización o esa especie de democratización eclesial exige la revisión del papado. O, quizás mejor dicho, del ejercicio del papado. La Iglesia tiene que pasar de un papado centralista, uniformante y centrado en la Curia, a un modelo descentralizado e internacional.

Transformar el papado significa volver a la pentarquía de la Iglesia antigua (cinco patriarcados, que reconocían la primacía del Papa de Roma) y abandonar el modelo de Gregorio VII, del siglo XI, con sus famosos 'Dictatus Papae', con los que nació un papado concebido como una monarquía absoluta. Tras la ruptura con la Iglesia oriental, en 1057, la monarquía papal se centralizó todavía más y el Papa pasó de ser sucesor de Pedro a vicario de Cristo, es decir rey temporal y espiritual del mundo.

Un papado 'democratizado' entraña inevitablemente la vuelta a la iglesias locales. Más colegialidad en ejercicio, con un papel activo de las conferencias episcopales y con las diócesis que repican en su seno la descentralización corresponsable y colegial. Con el pleno funcionamiento de los consejos pastorales y presbiterales tanto en las diócesis como en cada una de las parroquias. Democratización de arriba abajo. Hasta los curas deberán dejar de ser los amos y señores de las parroquias, en las que los laicos tendrán voz, voto y capacidad de decisión jurídica.

Y llegamos así al cuatro pilar: la autoridad entendida, concebida y ejercida como servicio. Desde el Papa (servus servorum Dei) a los obispos, pasando por los curas, frailes y monjas. Ni Papa rey ni obispos príncipes ni curas señores. Todos hermanos bautizados. Todos seguidores de Jesús. Todos igual de servidores de los pobres, los preferidos de Cristo.

Para ejercer evangélicamente ese servicio hay que hacerlo desde el quinto pilar: la acogida y la escucha, que conduce a la ternura y a la misericordia. Una Iglesia samaritana. O como dice Francisco, una Iglesia 'hospital de campaña'. La que él sueña y Cristo quiere.

José Manuel Vidal
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