El Papa, ante la zarza ardiente de los abusos
Ante la zarza ardiente del Sinaí se arrodilló Moisés, esperando los mandamientos de Dios. Cual nuevo Moisés, Francisco sabe que la lámpara ardiente de los abusos, que ya ha consumido la inocencia de tantos inocentes, puede acabar con su pontificado y, sobre todo, con la credibilidad de la institución que preside en la caridad.
El incendio de los abusos tiene, hasta ahora, tres focos principales: Estados Unidos, Chile y, precisamente, la Irlanda, que ahora visita Francisco, para presidir el Encuentro Mundial de la Familia. El Papa sabe que su principal reto será convencer a las familias irlandesas y, por extensión, a las familias de todo el mundo, de que, a pesar de la plaga de los abusos, la Iglesia sigue siendo una institución en la que las familias pueden confiar. Una institución segura para sus hijos.
Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Son los cinco requisitos para una buena confesión. El Papa Francisco volvió a entonar un solemne y público 'mea culpa' por los clérigos abusadores y los obispos encubridores de los “crímenes repugnantes” de la plaga de la pederastia. Pero las peticiones de perdón, aunque sean sentidas y obligadas, como en este caso, no son suficientes. Hay que pasar a los hechos. Hay que cumplir la penitencia. Francisco sabe que la gente espera respuestas concretas.
Eso significa, en primer lugar, acercarse de verdad a las víctimas. Para escucharlas, acogerlas y, sobre todo, resarcirlas de su dolor y de sus heridas. Con protección real y ayuda psicológica, evidentemente pagada por la institución. Y con todo tipo de ayudas que necesiten, especialmente las materiales. Que a esas vidas destruidas no les falte lo necesario para vivir y puedan salir adelante lo más dignamente posible. Y si eso significa que la institución tiene que arruinarse, que se arruine. Y si tiene que vender palacios, iglesias y hasta el propio Vaticano, que lo haga. Vale más la vida de un inocente que todas las riquezas eclesiásticas acumuladas durante tantos siglos.
La segunda medida tendría que ser la expulsión ipso facto de todos los obispos encubridores. Porque muchos de ellos ordenaron a esos abusadores y otros los encubrieron y no ejercieron uno de sus papeles primordiales: el de 'inspector'. A la calle, por no ejercer su responsabilidad in vigilando, muchos o casi todos. Porque el 'cáncer' del encubrimiento era sistémico. La punta del iceberg ha aflorado en Estados Unidos, Chile, Irlanda...pero en las iglesias de todos los demás países del mundo se funcionaba de la misma manera.
El abuso era considerado un 'pecadillo', al cura se le cambiaba de parroquia o, en última instancia, se le mandaba a misiones y se le pedía que se arrepintiese y se confesase, para seguir pecando. Y nunca o casi nunca se consideraba el abuso un delito y, por lo tanto, no se remitía a los abusadores a la justicia civil. La situación ideal para los depredadores sexuales, que, revestidos del poder sagrado (la máxima expresión del poder), tenían acceso ilimitado a niños, niñas, mujeres y hombres (según sus apetencias) y, además, sabían que estaban protegidos por la 'omertá' eclesial.
En tercer lugar, el Vaticano tendría que pedir perdón y revisar las responsabilidades de altos cargos curiales en la dinámica sistémica del encubrimiento. ¿Qué sabía Juan Pablo II de todo esto? ¿Su secretario personal, monseñor Dziwisz, y su Secretario de Estado, cardenal Sodano, le hacían llegar los casos de abusos que, ya entonces, proliferaban en la institución? ¿Por qué el Papa Wojtyla nunca condenó a un depredador sexual como Marcial Maciel y, al contrario, lo bendijo y lo presentó como modelo para la juventud? Depurar responsabilidades en una Curia que rigió los destinos de la Iglesia con mano de hierro hasta la llegada de Francisco al solio pontificio.
Es urgente, en cuarto lugar y como dice el propio Francisco, conseguir una “transformación eclesial y social” respecto a este tema. La eclesial, que es la que le corresponde a la institución, pasa por acabar, de una vez por todas, con el clericalismo, la otra gran plaga del catolicismo, que alimenta la dinámica del abuso sexual, de poder y de conciencia. Cristo no quiso una Iglesia clerical, pero es el tipo de Iglesia que se impuso y que sigue vigente. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo será real y efectiva la corresponsabilidad de lo laicos?
En quinto lugar y como consecuencia de una Iglesia laical y 'pueblo de Dios', habría que revisar todo el andamiaje de la doctrina moral, especialmente de la moral sexual. Reivindicar una sexualidad normalizada y bien entendida es una de las asignaturas pendientes de la institución. Hay que reconocer la importancia de la sexualidad en la vida de las personas y no reprimirla en sus propios cuadros: monjas y curas que, para ser castos, tienen que reprimir sus instintos y poner puertas al mar de la libido. Casi siempre sin éxito alguno y con derivas pecaminosas y delictivas.
De ahí que, en sexto lugar y mientras no se cambia el modelo clerical, la Iglesia debería instaurar, desde ya mismo, el celibato opcional para sus sacerdotes. El carisma del voto de castidad que se quede para los religiosos. El carisma celibatario no puede imponerse, para acceder al sacerdocio. El apóstol Pedro estaba casado y el celibato obligatorio es una ley eclesiástica que, así como se impuso, puede derogarse. Y ya tarda.
Y, por último, entre las medidas urgentes a tomar por el Papa, ocupa un lugar primordial la inmediata equiparación de la mujer al hombre en la Iglesia. A todos los niveles. Incluso y como es lógico, en el acceso al altar y al sacerdocio. Si el laico es un ciudadano de segunda en la Iglesia, la mujer no llega a ciudadana de tercera.
Sólo así, con estos siete requisitos (y quizás alguno más) se pueden cumplir, a mi juicio, las cinco condiciones de una buena confesión, especialmente la última: cumplir realmente la penitencia del tsunami de los abusos sexuales, de poder y de conciencia. Francisco sabe que es hora de pasar de los mea culpa a los hechos y cambiar el sistema teológico-organizativo eclesial que, hasta ahora, se basa casi exclusivamente en el clero, para pasar a centrarse en el laicado, en el santo pueblo de Dios. ¿Lo conseguirá el Papa de la primavera o se consumirá en la zarza ardiente?