Me encanta la lectura del Año Cristiano; biografías cortas de nuestros santos. De vez en cuando encuentro alguna persona extraordinaria en su debilidad y a la vez fuerte más que las rocas. Es el caso de San Pompilio María Pirrotti, el escolapio más famoso en el siglo XVIII. Vivió 56 años; fue un hombre sorprendente, lleno de contrastes, un tanto extraño. Su salud física y psíquica muy frágil, y un gran apóstol de Italia.
Estaba dotado de virtudes humanas muy apreciables: era muy gentil, caballero, honorable; gustaba de las humanidades clásicas. En lo espiritual lo tenía claro: siempre dispuesto a dejar todo lo presente para asegurar lo eterno. Y, muy joven, ingresó casi de estrambote en el noviciado de los escolapios. Quería ser santo ante todo. Pero su precaria salud le impidió realizar con normalidad aquella carrera eclesiástica. Al fin, llegó. Presintió a los veintiún años que su vida iba a estar rodeada de sufrimientos. Y es que su sistema nervioso era muy frágil: las grandes emociones e incomprensión de los hombres le postraban en las tristeza. Así era él.
Conviven en Pompilio rarezas, celo lleno de amor por la salvación de las almas y profunda vida espiritual. Durante algunos cursos dio clases, la vocación de los escolapios, pero pronto el Papa le nombró predicador apostólico. En tiempos jansenistas se atrevió a aconsejar la comunión diaria, muy en desuso en aquel siglo. Por esa y otras causas comenzaron a llover acusaciones contra él. Mientras tanto la gente lo aclamaba como santo. El caso es que el obispo de Lanciano lo expulsa de la diócesis, acusado de graves excesos. El resultado fue la postración de nuestro santo por la enfermedad de la depresión. Logró superarla por su fe y confianza en Dios. Decía: “Me encuentro sobre la cruz, y espero imitar a mi querido Jesús”. Y, cosa curiosa, lo llama después el cardenal de York, como consultor y teólogo. De nuevo le autorizan predicar.
Pompilio era incomprendido y perseguido, como suele ocurrir con quienes no son “iguales”, no son del montón. Fundó entonces la archicofradía de la caridad. Y comienzan de nuevo las acusaciones contra él; y el P. General le prohibe salir de casa, y volvió a caer en depresión. Mientras tanto el pueblo se congregaba junto al domicilio para pedirle la bendición. El repetía en su oración: “Yo vivo con mi amado Jesús y deseo ser santo. Más tarde hasta la inquisición se metió con Pompilio. Pero al final todo acabó bien. “No busco otra cosa que el gusto de Dios en mis acciones” – decía con frecuencia. Siendo asistente del P. Provincial entregó su alma al Señor.
Cuando leemos vidas de algunos santos tan humanos, tan de Dios, tan débiles, tan fuertes con la fortaleza que da el Espíritu Santo, nos animamos a servir al Señor en medio de nuestras flaquezas. La santidad de los débiles, arrastra.
José María Lorenzo Amelibia
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