¿Qué rasgos integran el trato humano “perfecto” y “el imperfecto”?

La perfección en el trato es la que damos a la persona o grupo al que valoramos como lo máximo en nuestra vida o, por lo menos, en un determinado tiempo u ocasión. Recibe nuestras respuestas en plenitud, el tú con el que nos sentimos identificados y, por lo tanto, con el que compartimos sentimientos, deseos y tareas. Esta modalidad del amor en su mayor grado, provoca que el yo vea lo del otro como propio. Más aún, que prolongue su persona en la otra y que entable relaciones de total comunión. La identificación del yo con el tú es tal que se experimenta en carne propia las ofensas y honores que recibe a quien amamos y a quien defendemos sus derechos con el mismo interés que los personales. Quien ama no soporta nada que pueda bloquear la felicidad o el bienestar de la persona amada. Y así se explica el influjo que el tú de la persona amada ejerce a manera de motivación, en el dinamismo personal del yo amante.
En definitiva, el trato “perfecto” es el amor coherente con sus correspondientes manifestaciones psicológicas, éticas y espirituales. Y en ocasiones, la vinculación de la persona con otra o con el grupo, se convierte en objeto de una auténtica opción fundamental. En el lado opuesto se sitúa el trato “imperfecto” con respuestas de hostilidad y de odio. Entre uno y otro está el trato de excelencia, el normal y el de indiferencia.

Rasgos de la perfección en el trato humano
Como amor coherente, la manera absoluta-total de relacionarnos con el prójimo, admite varias modalidades: puede ser ocasional o permanente, con radicalidad, ilusión y entusiasmo. Y como actitud totalmente positiva, puede estar presente en las áreas de la verdad, justicia, libertad, vida, paz, y, sobre todo del amor.

En el área de la verdad.
Destacamos la sinceridad en las palabras y en las promesas; la humildad al ser corregido y al reconocer los propios errores; la comprensión poniéndose “en los zapatos del otro”. Y el valor y delicadeza a la hora de corregir sin herir.
Y sin orgullo.
En la antítesis del trato verdadero se sitúa el del soberbio que sostiene: “mi dignidad, valores y méritos son los superiores”; exagera la estima legítima del propio valer, poseer y poseer. La actitud orgullosa se caracteriza por su hipersensibilidad hacia el propio honor y fama.

La justicia. Dentro del campo de la justicia hay que tener presente, sobre todo, el respeto a la dignidad del prójimo con sus derechos y razonables exigencias. También la obediencia a las necesidades, aspiraciones fáciles o difíciles de conceder.
Y sin ira.
Opuesto al trato justo será todo el que viole los derechos del prójimo, el que no guarda la igualdad entre lo que se da y lo que se debe. De manera especial, será injusta la persona iracunda, agresiva, la que “pierde los estribos”. Su hipersensibilidad agresiva le hace estallar con modales violentos y pérdida de la paz interna. Claro está que la ira puede justificarse como la reacción ante la injusticia o la falsedad pero acompañada de reflexión y calma para encontrar la respuesta adecuada.

La libertad.
Cuando el trato yo-tú afecta a la libertad, y para que sea “perfecto”, exige dos respuestas fundamentales: fomentar la realización personal del prójimo sin gestos que lo hipotequen. Y el no imponer la propia opinión o voluntad coartando las justas decisiones.
Y sin coacciones.
Toda persona que oprima o disminuya la libertad del tú con el que convive exterioriza un trato incompleto. De modo indirecto invadirá la libertad ajena el avaricioso que no tiene saciedad en el poseer y que muestra insensibilidad hacia el prójimo necesitado a quien sacrifica para satisfacer sus ansias de mayores riquezas. Antes o después se sitúa el hedonista con su actitud de “comamos y bebamos...”, que atentará contra la libertad ajena por sus excesos en la comida, sexo, bebida, descanso corporal, diversiones, amistades, alcohol, droga o juego hasta la ludopatía...

La paz.
Quien desea ser un instrumento eficaz de paz, tratará con humildad y mansedumbre, rechazará las respuestas con ira y aceptará al prójimo con y a pesar de sus defectos.
Y sin impaciencia.
Muy difícil que sea instrumento de paz, la persona impaciente que con frecuencia explota diciendo“ no aguanto más”. El impaciente exige lo que no puede recibir de los demás, de sí mismo o del mismo Dios contra quien se rebela. Esta personalidad es un tanto orgullosa y prepotente: espera una respuesta afirmativa e inmediata a sus peticiones. La turbación y el desasosiego son otras manifestaciones del impaciente que rechaza el tiempo necesario entre su propósito o mandato y la inmediata realización.
La vida.
El buen trato afecta a todo ser viviente y a la misma naturaleza. La exigencia fundamental se centra en la defensa y promoción de la vida humana desde la concepción hasta la muerte por causas naturales. Pero el buen trato se extiende también a los animales y al ambiente necesario para vivir según las exigencias ecológicas.
Y sin destrucción ni “mal trato”.
Se impone el respeto y la solidaridad en el modo de comportarnos con los seres vivientes y con la naturaleza. Se impones los mandatos de no matar, ni “maltratar” el ambiente ni atentar contra la naturaleza.

El amor. De todas las áreas de relación interpersonal, la primera es la del amor. El rasgo más importante del trato perfecto pide la identificación-comunión del yo con las personas con las que convivimos. En esta raíz se apoya el tronco del que brotan a modo de ramas:
-la capacidad de dar, de preocuparse, servir y entregarse a otra persona o colectividad;
-la fidelidad en todo momento: en las circunstancias fáciles y en las difíciles;
-las palabras amables, afectuosas con muestras de gratitud;
-el servicio desinteresado y constante;
-la confianza que manifiesta y merece;
-la ayuda para liberar al otro de cualquier esclavitud-adicción;
-la escucha paciente de las experiencias y peticiones ajenas;
-la generosidad al perdonar y olvidar las faltas y omisiones;
-la entrega total y con amor en donación profunda y aún con sacrificio;
-el desinterés sin manipulación ni segundas intenciones;
-la ayuda sin paternalismo para la realización y felicidad del tú;
-la entrega desinteresada, aún con sacrificio, para conseguir la felicidad de la persona amada.

Y sin egoísmo.
Incapacitado para tratar de modo admisible al prójimo se encuentra el egoísta que actúa conforme a su gran criterio: “mis intereses y deseos antes que nadie”. La persona egoísta antepone el propio interés a los legítimos derechos del prójimo: es incapaz de dar con generosidad; ve sus intereses como lo primero y lo último olvidando los ajenos. El egoísmo conlleva siempre la injusticia porque no guarda el justo equilibrio entre el derecho personal y el ajeno. El ególatra se ama con exceso, convierte su yo en el centro del culto y con mucha frecuencia está mezclado con la soberbia que sobrevalora sus posibilidades y desprecia al prójimo.
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