Al anochecer del día de
san Lorenzo, ya tarde porque era verano, Albera celebraba una verbena popular en la plaza del mismo santo, junto a su pequeña y primorosa iglesia, repleta de gentes y sobre todo de jóvenes, que se agolpaban en la barra frontera para beber.
Sor Consuelo acudió con Pedrillo el huerfanillo, que era ya un mozalbete. Rezaron ante la reducida iglesia, luego pidieron dos refrescos en la barra opuesta y observaron cómo la bulla se divertía en el caluroso baile crepuscular.
Pedrillo no paraba de mirar a Silvia, una linda muchacha que era alumna de sor Consuelo en el colegio María Auxiliadora, pero sin atreverse a acercarse y hablarle.
Sor Consuelo tomó de la mano a Pedrillo y se acercó entre el gentío para saludar a Silvia. Le preguntó por su familia y por el verano, y luego:
-¿Conoces a Pedro? Es una joya. A veces me ayuda en mis rondas.
-Claro -dijo
Silvia.
Pedrillo empezó a hablar tímido con la niña. Sor Consuelo hizo como que la llamaban por teléfono, sacó su moderno móvil del bolsillo del hábito y dijo a Pedrillo:
-He de irme. No tardes en volver con el padre Rodrigo para ir a dormir.
Pedrillo sonrió con
complicidad.