España, ¿vergüenza o culpa?
Estas situaciones no se producen de la noche a la mañana. Ni tienen su explicación en la maldad o en la degradación de tal o cual persona, de este grupo político o de aquella formación religiosa. Estas situaciones son la expresión de fenómenos sociales, que corresponden a determinadas formas de cultura. Y es ahí, en la cultura que hemos mamado, donde se vienen gestando los hechos escandalosos que nos ponen las manos en la cabeza. Por eso andamos escandalizados, indignados y hasta desconcertados. Insisto: ¿qué nos está pasando?
Para empezar, yo diría que estos fenómenos no son tan simples como algunos se imaginan. Se sabe que ya, en el paso de la Epoca Arcaica, en la antigua Grecia, a la Epoca Clásica, los historiadores mejor documentados han descubierto dos formas de cultura bien diferenciadas: la “cultura de la vergüenza”, que predomina en la sociedad descrita por Homero, y la “cultura de la culpabilidad”, más propia de la Grecia Clásica, por ejemplo en Aristóteles, el primero que habló del amor mutuo para referirse a Dios (E. R. Rodds).
Al hablar de este asunto, no estamos ante una mera curiosidad histórica propia de eruditos. El problema es mucho más serio. Y también más actual. Para un hombre de la “cultura de la vergüenza”, el sumo bien no es disfrutar de una conciencia tranquila, sino disfrutar de estima pública. Mientras que, para el hombre de la “cultura de la culpa”, la paz y la felicidad se alcanzan cuando se libera la represión de deseos no reconocidos, de forma que el sujeto sabe y acepta lo que realmente quiere y cómo pretende conseguirlo.
Estamos, pues, ante dos formas de entender la vida, de gestionar los impulsos del deseo y de organizar la relación con uno mismo y con los demás. Por supuesto, no se trata de optar por una de estas dos formas de cultura, excluyendo la otra. Eso no es posible. Porque, tanto los sentimientos de culpa, como la pretensión de estima, son dos fuerzas seguramente irresistibles que están inscritas en la sangre misma de nuestras experiencias más hondas. El problema está, más bien, en saber cuál de estas dos formas de cultura es la más determinante en nuestra historia reciente y en la actualidad. ¿Qué es lo que más se ha fomentado en nuestra educación y en la preocupación directriz de nuestras vidas?
Yo tengo la fundada convicción de que se nos ha educado más para ser personas importantes, que para vivir con la conciencia tranquila. Por eso valoramos más el buen nombre que la buena conciencia. De ahí que, en un momento histórico como el actual, en el que el “factor dinero” es tan determinante, quienes tienen a su alcance holgadas posibilidades de engrosar su capital - y eso en la cima de la fama, el poder y la popularidad -, si no son personas de una integridad moral a prueba de bomba, caen como chinches en la degradación y en la desvergüenza, hasta el extremo de aparecer como personas respetables, cuando en realidad son unos miserables, gente que es capaz de arruinar un país entero, pero, eso sí, teniendo su buen nombre a buen recaudo y, por supuesto, las cuentas claras posiblemente en más de un paraíso fiscal.
Así las cosas, me parece que (por ahora) esto tiene poco remedio. No basta con cambiar de gobernantes. Se trata de reorientar nuestra cultura. Para cualquier país, es cosa de locos tolerar que manden los ineptos y los corruptos. Pero ese peligro resulta un incendio mortal cuando semejante situación es lo que fomenta la cultura dominante.