¿Por qué la Navidad? Dios entra en la Historia
Pero, si echamos por este camino para explicar a Dios, nos metemos en un callejón sin salida. Es decir, nos enfrentamos a una “contradicción” que no tiene ni solución, ni remedio. Porque, si la bondad de Dios es tan grande; y el poder de Dios no tiene límites, ¿cómo se explica que ese Dios, tan bueno y tan poderoso, haya hecho este mundo tan contradictorio y, con frecuencia, tan canalla? O Dios no es tan bueno como dicen. O no es tan poderoso, como aseguran los libros religiosos y los hombres de la religión.
Por todo esto, cuando los humanos pensamos en Dios o hablamos de Dios, en realidad no estamos ni pensando, ni hablando de Dios en sí mismo, sino que inevitablemente nos referimos a las “representaciones” de Dios que nosotros nos hacemos. Lo que entraña un peligro que da miedo pensarlo: los humanos podemos “representarnos a Dios” de manera, que sea “el Dios que nos conviene”, para odiar, perseguir y matar a todo el que no está de acuerdo con lo que a nosotros nos conviene.
Así las cosas, la Navidad es la celebración del día, del momento, en el que los cristianos recordamos el acontecimiento que, según nuestras creencias, nos indica, nos dice y nos explica la solución que el cristianismo ofrece al problema que acabo de indicar. Y esa solución consiste en que Dios se nos ha dado a conocer en Jesús de Nazaret.
En la Navidad, por tanto, al recordar el nacimiento de Jesús, lo que en realidad recordamos es cómo Dios entró en la Historia. O sea, en la Nochebuena, sucediera el día que eso sucediera y ocurriera a la hora que fuera, lo que realmente aconteció es que Dios se dio a conocer a la humanidad. De forma que el niño que nació, Jesús de Nazaret, es la Palabra de Dios, es la respuesta de Dios a las interminables preguntas que los humanos nos hacemos sobre el sentido de la vida, sobre cómo es Dios, lo que es Dios, lo que quiere Dios y lo que Dios espera de nosotros los mortales.
Jesús mismo se lo dijo así a sus amigos más cercanos cuando le dijeron: “Señor, muéstranos al Padre (Dios) y nos basta”. A lo que Jesús contestó: “¿Todavía no me conocéis?” Y añadió: “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 8-9). O sea, ver a Jesús es ver a Dios, encontrar a Jesús es encontrar a Dios. Y, por tanto, en la vida que llevó Jesús, en sus ideas y en sus convicciones, es donde vemos y aprendemos lo que Dios quiere, lo que a Dios le gusta, y lo que Dios no soporta.
Esto supuesto, no me resisto a poner aquí lo que, de forma tan genial, escribió san Juan de la Cruz en la “Subida del Monte Carmelo”: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas” (II, 22).
¿Por qué la Navidad? Porque en ella vemos cómo entró Dios en la Historia, cómo “se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, se hizo como uno de tantos… hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2, 7-8).
El evangelio de la Nochebuena nos dice que Jesús nació en un establo, entre basura y animales, en una sociedad (la sociedad del Imperio) en la que era frecuente que los niños se vieran abandonados en los estercoleros. Cuando ahora vemos la grandeza de las catedrales y de los palacios episcopales, y cuando oímos a dignatarios eclesiásticos protestando del giro de humanidad y bondad, que el Papa Francisco le quiere dar a la Iglesia, sin más remedio le viene a uno la pregunta: ¿qué hemos hecho con la Navidad? ¿nos queda algo de lo que realmente fue? Entonces, ¿por qué y para qué la celebramos? No vendría mal, por lo menos, hacerse la pregunta. Otra cosa es encontrar la adecuada respuesta.