Semana Santa: El miedo al Evangelio

Una de las cosas que quedan más claras, en los relatos de la pasión del Señor, que la Iglesia nos recuerda en estos días de Semana Santa, es el miedo que da el Evangelio. Sí, la vida de Jesús nos da miedo. Porque, a fin de cuentas, lo que no admite duda alguna es que aquella forma de vivir – si es que los evangelios son el verdadero recuerdo de lo que allí pasó – llevó a Jesús a terminar sus días teniendo que aceptar el destino más repugnante que una sociedad puede adjudicar: el destino de un delincuente ejecutado (G. Theissen).

La muerte de Jesús no fue un “sacrificio religioso”. Es más, se puede asegurar que la muerte de Jesús, tal como la relatan los evangelios, fue lo más opuesto que, en aquella cultura, se podía entender como un sacrificio sagrado. Todo sacrificio religioso, en aquel tiempo, debía cumplir dos condiciones: se tenía que realizar en el templo (en lo sagrado) y se tenía que hacer cumpliendo las normas de un ritual religioso. Ninguna de estas dos condiciones se dio en la muerte de Jesús.

Más aún, Jesús fue crucificado, no entre dos “ladrones”, sino entre dos “lestaí”, una palabra griega de la que sabemos que se utilizaba para designar, no sólo a los “bandidos” (Mc 11, 17 par; Jn 28, 40), sino además a los “rebeldes políticos” (Mc 15, 27 par), como advierte F. Josefo (H. W. Kuhn; X. Alegre). Por eso se comprende que, en su hora final y decisiva, Jesús se vio traicionado y abandonado por todos: el pueblo, los discípulos, los apóstoles… Aquello, de religioso, tuvo los sentimientos del propio Jesús. Y sabemos que su sentimiento más fuerte fue la conciencia de verse abandonado incluso por Dios (Mt 27, 46; Mc 15, 34). La vida de Jesús aconteció de forma que acabó así: solo, desamparado, abandonado.

¿Qué nos viene a decir todo esto? La Semana Santa nos viene a decir, en los textos bíblicos que leemos estos días, que Jesús vino a poner en cuestión la realidad en que vivimos. La realidad violenta, cruel, en la que se impone “la ley del más fuerte” frente a “la ley de todos los débiles”.

Sabemos que Pablo de Tarso interpretó el relato mítico del pecado de Adán como origen y explicación de la muerte de Jesús, para redimirnos de nuestros pecados (Rom 5, 12-14; 2 Cor 12-14). Es la interpretación de la que echan mano los predicadores, que centran nuestra atención en la salvación del cielo. Eso es bueno. Pero tiene el peligro de desviar esa atención nuestra de la trágica realidad que estamos viviendo. La realidad de la violencia que sufren los “nadies”, la corrupción de los que mandan y, sobre todo, el silencio de quienes saben estas cosas y se las callan para no perder su poder, sus dignidades y sus privilegios.

La belleza, el fervor, la devoción de nuestras liturgias sagradas y de nuestras cofradías nos recuerda la pasión del Señor. Pero, ¿nos pone en cuestión la durísima realidad que están viviendo tantos millones de seres humanos? ¿Nos recuerda la vida que llevó a Jesús a su fracaso final? ¿O nos distrae con devociones, estéticas y tradiciones que utilizan la “memoria passionis”, el “recuerdo peligroso” de Jesús, para pasarlo bien con buena conciencia?
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