Los ladrones somos gente honrada

Mucha gente se imagina que la corrupción es un asunto feo, sucio y degradante, del que son responsables determinados políticos, algunos empresarios y extraños sujetos, que manejan mucho dinero, engañando al fisco, robando a los ciudadanos y llevándose los millones de sus oscuras ganancias a paraísos fiscales, en los que guardan inmensas fortunas, que nos han saqueado a los modestos ciudadanos que sólo tenemos para ir tirando de la vida.

Esta idea, que está bastante generalizada (con todos los matices que sea necesario ponerle), se fundamenta en un criterio, que, por otra parte, resulta bastante “razonable”. A saber, la corrupción es la consecuencia del comportamiento de individuos corruptos. Es decir, la corrupción – de la que tanto nos quejamos, y con razón – es básicamente un problema moral. Un problema que afecta a la política, a la economía, a los derechos humanos y, más en concreto, al derecho de propiedad, al derecho penal, al derecho fiscal, procesal, etc., etc.. Con la serie interminable de consecuencias nefastas que todo eso lleva consigo. Y el reguero de víctimas que deja tiradas en las cunetas de la vida y de la historia.

Lo que acabo de decir es tan conocido y está tan patente, que nadie (según creo) lo va a poner en duda. Pero, ¿es esto toda la verdad de lo que realmente está ocurriendo y estamos padeciendo? No. Ciertamente no. Lo que he dicho es cierto. Pero no llega al fondo del problema que representa la corrupción. Porque la corrupción (en la totalidad del fenómeno) adentra sus raíces en nuestras vidas y ha alcanzado tal amplitud en nuestra sociedad, que de ella se puede afirmar con seguridad que no es ya meramente un problema moral, sino sobre todo constituye un problema cultural. La corrupción no alcanza sólo, ni principalmente, a los individuos – a determinados individuos -, sino que se ha erigido en un fenómeno cultural. De forma que la corrupción es un componente constitutivo de la cultura que se nos está imponiendo, cada día con más fuerza.

Este fenómeno viene de tiempos atrás. La conocida economista, Loretta Napoleoni, ha dicho con toda la razón del mundo: “Paradójicamente, cuando se logró el objetivo final de la Guerra Fría, la caída del Telón de Acero, el orden posterior a la Segunda Guerra Mundial se desintegró, y el Estado perdió el control de los mercados. La política dejó de dominar a la economía. Fue en ese punto de la historia cuando la economía cesó de ser un servicio a los ciudadanos y se convirtió en una fuerza salvaje, orientada exclusivamente a ganar dinero rápido a expensas de los consumidores”. Y, desde entonces, así están las cosas, cada día del mal en peor.

Pero aquí hago una advertencia, que me parece capital. En este proceso, tan sucio, tan canalla y tan peligroso, estamos casi todos metidos. Porque el dinero, que llega a nuestros bolsillos, pasa por los bancos y, por tanto, es dinero que, de una manera o de otra, está implicado y complicado en el oscuro y turbio asunto de las finanzas. Los políticos y los economistas normalmente nos engañan. ¿Existen realmente finanzas éticas, seguras y fiables sin duda posible? Y si renunciamos a la banca y sus finanzas, ¿qué hacemos? ¿metemos el dinero en un calcetín, lo guardamos debajo del colchón y nos dedicamos a vivir en la clandestinidad del dinero negro? ¿es que estamos dispuestos a convertirnos en delincuentes ocultando lo poco que nos queda? ¿terminaremos diciendo “que se pare el mundo, que quiero bajarme”?

En 1941, cuando apenas había terminado la Guerra Civil Española, y cuando estaba empezando la Segunda Guerra Mundial, llevaron al cine la grotesca comedia de Jardiel Poncela, “Los ladrones somos gente honrada”. Hoy tendríamos que volver a tomar el tema. No para reír un rato, sino para pensar a fondo en este hecho: una cultura no se modifica ni con el poder de los políticos, ni con el dinero de los banqueros. La cultura depende, sobre todo, de la educación. Y la educación es verdaderamente tal, si transmite “convicciones” que modifican nuestras costumbres y nuestras pautas de conducta (Arnold J. Toynbee; J. Habermas). Pero, mientras la ganancia y el poder sean los valores determinantes de nuestras vidas y de nuestra sociedad, ¿a dónde vamos? ¿qué mundo les vamos a dejar a las generaciones futuras? Me dan risa los políticos y sus discursos, los grandes gestores de la economía y sus potentes instituciones, los obispos y sus sermones que con tanta frecuencia riegan fuera del tiesto. Así no cambiamos lo que de verdad nos urge cambiar: la cultura de la ambición sin límites. Pero esto no es asunto de políticos, banqueros y obispos. Esto depende de todos. Y todos, por tanto, tenemos que cambiar. Pero no, que cambien los demás. Tenemos que cambiar nosotros mismos.
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