El preocupante silencio de los obispos
Por supuesto, los obispos –como los demás ciudadanos– tienen perfecto derecho a manifestar en público sus ideas, sus convicciones y, en general, aquellas cosas con las que están o no están de acuerdo. Lo que resulta aún más comprensible, si tenemos en cuenta que los obispos, como dirigentes y además responsables en el gobierno de la Iglesia Católica, tienen por eso mismo el derecho y el deber de orientar a la sociedad en aquellas cuestiones que, desde las creencias cristianas, inciden en la vida de los individuos y de la sociedad en asuntos muy determinantes para la ciudadanía, como tales ciudadanos y, además, como personas que tienen el derecho y el deber de cumplir con sus obligaciones religiosas.
Pero ocurre que, en la situación tan amplia y tan problemática, que acabo de plantear, tienen una importancia decisiva, no sólo las cosas que se dicen, sino también las que no se dicen. Como bien sabemos, a veces sucede que un silencio resulta más elocuente que mil palabras. En este sentido –y desde este punto de vista– hablo aquí del preocupante silencio de los obispos.
No me refiero, ni puedo referirme, a todos los obispos. El episcopado español es lo bastante numeroso como para que en él haya hombres de las más diversas mentalidades y formas de vida, dentro de lo que permite la condición de “obispo de la Iglesia Católica”. Como también es verdad que, a veces, los medios de comunicación conceden más o menos importancia a una determinada noticia según la mentalidad o las conveniencias de quien difunde los hechos y las ideas ante la opinión pública.
Todo esto es así. Pero precisamente porque es así, por eso mismo resulta tan preocupante el hecho de que los obispos españoles no se pronuncien, como tendrían que hacerlo, en asuntos muy graves, que afectan a grandes sectores de la población, y en los que una palabra autorizada, como lo sigue siendo (para esos asuntos) la palabra del episcopado o el pronunciamiento de un determinado obispo en ciertos casos.
Basta poner algunos ejemplos, para hacerse una idea más concreta de la gravedad del asunto. Ahora mismo están en juego, en España, problemas tan graves como el futuro de las pensiones de ancianos, viudas y huérfanos. ¿Y no tienen nada que decir nuestros obispos, al menos en las rayas rojas de mínimos que los legisladores nunca deberían traspasar?
¿Tampoco tienen nada que decir cuando se trata de gestionar la economía de manera que la consecuencia es que cada año la distancia entre los más ricos y los más pobres resulta más asombrosa? ¿Ni se les ocurre nada para quejarse –al menos “quejarse”– de la cantidad de familias que tienen que vivir de la limosna, buscar algo de comida en los contenedores de basura o sencillamente acostarse sin cenar?
¿Ni existe un pronunciamiento religioso a favor de los refugiados que aquí no encuentran refugio, ni de los jóvenes que aquí no encuentran trabajo, ni futuro, ni esperanza de una vida digna? Por no hablar de la cantidad de años que los jerarcas de la Iglesia se han callado los abusos que no pocos clérigos han cometido contra menores. Y en esto –también hay que decirlo– lo más doloroso es que la imposición del silencio venía de Roma (eran otros tiempos). Porque lo que más importaba no eran los derechos de las víctimas, sino la “respetabilidad” de los clérigos.
Y a estas alturas, no faltan obispos que ponen el grito en el cielo cuando alguien se pone a defender los derechos de personas homosexuales, feministas, transexuales…. ¿No se les cae la cara de vergüenza a los sedicentes “hombres de Dios”, cuando desde tales posturas nos quieren hablar precisamente de Dios? ¿De qué Dios nos están hablando? ¿Del Dios de los palacios episcopales, las vestimentas doradas, los títulos y las reverencias que pretenden promover entre la gente una “mentalidad sumisa” para que no haya “desorden” y todo siga tal como está?
No sigo. Con lo dicho, basta para ponerse a pensar a fondo en el problema que tenemos que afrontar quienes, a pesar de todo, queremos seguir creyendo en el Evangelio. He sufrido “de la Iglesia y por la Iglesia” más de lo que algunos se imaginan. Porque quiero a esta Iglesia, que, a pesar de todo, me ha conservado la “memoria peligrosa” del Evangelio. Y por eso – precisamente por eso – no me callo. El día que perdamos el miedo a la libertad, sin duda alguna, empezaremos a trazar un camino con menos sufrimiento y más esperanza.