En la fiesta de san Pedro Nolasco  (6 de mayo) Profecía de un sueño de libertad

Cuando el tiempo se empeña en pintar de amarillo los recuerdos.

NOLASCO FUNDADOR
NOLASCO FUNDADOR desconocido

“Quería seguir siendo el intrépido redentor de otros tiempos, surcador de mil mares y aguerrido emprendedor de aventuras arriesgadas”

Fray Bernardo acababa de apagar todas las teas del Hospital. Los pobres y vagabundos estaban ya recostados en sus camastros esperando el descanso reconfortante de un día lleno de pasos y de desprecios. Me costaba conciliar el sueño. La vejez iba conquistando en mí espacios siempre míos.  Me faltaban las fuerzas aunque se mantenía viva y joven la ilusión del primer día. No es fácil llegar a la vejez cuando el corazón se empeña en mantener un ritmo joven. Sentía, eso sí, el consuelo de saber que La Merced ya no me necesitaba. Muchos jóvenes apuestos y entusiastas estaban animando la obra redentora y eran su mejor aval. Pensé entonces que podía decirle al Señor lo mismo que el anciano Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz...” Y se lo dije, pensando cada una de las palabras. Pero por dentro me rebelaba contra esta limitación que me imponían los años. Quería seguir siendo el intrépido redentor de otros tiempos, surcador de mil mares y aguerrido emprendedor de aventuras arriesgadas. Pero las fuerzas me pasaban factura y mis piernas temblaban como si tuvieran que sostener un peso inhumano. Aquella noche me visitaron las lágrimas recordando mi juventud y los comienzos de la obra redentora. Verdaderamente fui un loco ingenuo. Sentí que todo en mí era agradecimiento a pesar de mi debilidad. Mi vida había sido un regalo, mis pasos habían sido bendecidos, mis ilusiones estaban colmadas, mi familia se multiplicaba como una cosecha abundante. ¿Qué más podía desear?  El sueño me sorprendió con alguna lágrima escondida. Y los sueños me invadieron, envuelto en sudores, hasta bien entrada la madrugada. De nuevo una capa de amarillo transparente envolvió mis recuerdos, aunque conservo un rayo de luz suficiente para vencer la oscuridad de aquel momento.

  Brotaba una rama de olivo, en medio de un inmenso sequedal. Y contemplé curioso y asombrado el misterio. ¡Una rama de olivo brotaba y brotaba hasta hacerse arbusto y árbol frondoso¡ Su tronco se retorcía hasta quedar herido de cicatrices en una bellísima composición a la que la naturaleza nos tiene acostumbrados! Era hermoso el olivo aquel, y pipudo. Sin duda un inmenso cauce de savia joven desbordaba sus entrañas y llenaba de vida sus adentros. A lo lejos percibí pequeñas figuras que se iban acercando hasta mí en actitud desafiante. Y crecían a medida que se acercaban. En sus manos portaban afiladas hachas sedientas de sangre. Un sudor frío recorrió mi piel hasta dejarme empapado y tembloroso. Y aquellos personajes extraños, con rostros serios y agresivos, comenzaron a cortar las ramas de aquel olivo con la fuerza de un huracán descontrolado. Y cada hachazo me llegaba hasta el alma y producía en mi corazón un infarto de tristeza. ¡Zas! Y la rama se caía hasta el suelo, con sus hojas marchitas, impotente ante la cuchilla homicida. Quise correr y detener aquel espectáculo de muerte y desolación, pero mis piernas estaban retenidas, excesivamente pesadas, a fuerza de sueño, y nunca conseguía llegar hasta ellos para detener sus manos. Una impotencia absoluta paralizaba mis miembros y me sentí un pobre viejo doblegado e inútil. Cuando todo parecía un campo de batalla y el tronco del olivo se retorcía de dolor y de rabia -¡ay de mí!- descubrí que, en medio de la savia que manaba como lágrimas espesas de dolor, brotaban nuevas ramas, nuevos tallos, como del tronco de Jesé, que crecían ambiciosas y desafiantes y volvían a formar un olivo copudo y frondoso. Una ira incontenida llenaba los rostros de aquellos sayones, incapaces de destruir a golpe de hacha la fuerza de la vida que brotaba en cada hachazo descomunal. Me desperté en el justo momento en que deseaba seguir soñando. Estaba envuelto en sudor y aún me temblaban las manos atadas por la imposibilidad de entrar en combate. Fijé los ojos en los de la Señora y creí que me hablaba de nuevo, sin palabras, como siempre. Fue una pesadilla, una absurda pesadilla, ¿o tal vez una parábola misteriosa cargada de palabras y razones? Nunca lo sabré.

   Durante todo el día estuve pensando en aquel sueño misterioso. Dios quería hablarme, sin duda, pero yo, torpe y viejo, no acababa de entender su lenguaje. Tal vez el olivo era mi vida, amenazada por el hachazo de la vejez y del cansancio. Tal vez el olivo era la Orden, sajada en Ramón, como un hachazo martirial. Tal vez era la cautividad que crecía y crecía en medio de los crueles hachazos de la guerra y de la violencia. Lo cierto es que había un mensaje de esperanza. La violencia no tenía la última palabra, no podía destruir el olivo de la ilusión. Pensé que tal vez aquellos brotes renovadores que abrían sus brazos al horizonte no eran otros que mis hermanos dispuestos, a fuerza de entrega y de sangre, a mantener el tronco mercedario irrigado de fe y de sabia, frente a los intentos homicidas de la falta de fe y de esperanza que acompaña tantas veces los proyectos de los hombres. No tenía derecho a quejarme de mi debilidad, porque allí, abundaba la gracia. Era necesario que yo menguara para que la Obra redentora creciera. ¿Quién era yo si no un pobre siervo que había hecho solamente lo que tenía que hacer? A mis años, aquejado por tantos achaques, ya no era digno de llevar las sandalias de la Orden redentora. Mi tiempo había pasado, era el momento de celebrar con gozo que nuevas ramas brotaban en el tronco seco de mi vejez y alegrarme con ellas. Y le dije sin miramientos: Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz...”

  Tengo que confesaros que este sueño me acompañó muchas noches más, unas veces dormido, otras, despierto. Su recuerdo llenaba de paz mi corazón y serenaba mi alma, amenazada muchas veces por la tormenta de la vejez y el naufragio de la debilidad. Pero siempre me devolvía el sueño reparador que mis miembros cansados necesitaban para afrontar un nuevo día. Aún hoy me pongo a recordar y un estremecimiento me corre por las venas. Pero ya no es como entonces. Un filtro amarillo y gastado quiere arrebatarme la claridad de aquel momento. Dios lo quiere así, tal vez para matar mi orgullo y  poder sentirme más de Él.

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