A CONFER, a quien tanto debo. Las manos de las personas consagradas.
Persona consagrada, una persona afortunada.
En un instante, mira tus manos.
Seguramente, cuando decidiste ser persona consagrada no pensaste suficientemente todo lo que Dios ponía en tus manos para que lo administrases como un valioso talento en favor de todo el Pueblo de Dios.
Y fue mejor así. Porque si lo hubieras pensado bien tal vez hubieras tirado la toalla antes de empezar, entre el susto y la preocupación por la inmensa responsabilidad que Dios depositaba en tus pequeñas manos.
¿Te has mirado las manos, detenidamente, pensando todo lo que hay en ellas?
Fíjate bien: Son sólo dos manos, pequeñas, algunas ya arrugadas, muchas veces heridas por los trabajos de la vida, encallecidas por los momentos de sufrimiento. Unas manos, a veces, frías, heladas; otras veces cerradas, empuñadas y hasta agresivas. Manos débiles que no soportan un pequeño golpe o un arañazo insignificante. Manos escondidas detrás de ti, no pocas veces, rehusando el encuentro o la caricia.
Pues bien, esas manos, tus manos, son depositarias de toda la gracia que Dios puede poner en ellas, que no es poca. Desde aquel momento en que las aguas bautismales se derramaron en tu cabeza y Dios te reconocía una vez más como criatura suya, desde aquel instante de tu consagración, tus manos se fueron llenando de posibilidades inmensas que podías haber guardado en el baúl de los recuerdos; pero no, has querido abrirlas, dejarte llenar y hacerlas oferta para los otros. Eso significa ser persona consagrada.
Tienes manos de persona consagrada, que no son unas manos cualesquiera; son manos abiertas como un cauce por donde Dios derrama su gracia y la hace llegar hasta los corazones de tus hermanos.
Si miras bien tus manos verás que están llenas de fe.
Miras la vida y descubres que nada es por casualidad, que es imposible tanta, tanta belleza, tanto misterio apasionante, tanto amor como nos rodea, y tú sabes muy bien que no es pura casualidad. Dios aparece en el horizonte como fuente y origen de la vida y del amor. Y si tú lo sabes, lo llevas en las manos y tienes la posibilidad de compartirlo, de mostrarlo a los demás. ¡Eres un cauce de fe y de amor a Dios a través de tus manos!
Si miras bien tus manos verás que están llenas de ilusión.
A veces rota por los acontecimientos de la vida y el misterio del dolor que, de vez en cuando, nos va rozando las pupilas, pero queda en ti mucha ilusión. Sueñas con un mundo más humano, harías sonreír, si pudieras, a todos los niños del mundo, te duele la injusticia y el hambre de tantos. ¡Hay mucha ilusión, mucha bondad en ti! Y si hay ilusión en ti, tus manos están llenas de ella. Tienes la dicha de poder repartirla, de contagiarla con tus manos a todos los que te rodean. ¡Eres un cauce de ilusión a través de tus manos!
Si miras de nuevo tus manos puedes ver que están llenas de vida.
¡Qué cosas tan maravillosas podemos hacer con las manos! Podemos curar, bendecir, acariciar, limpiar las lágrimas, ayudar, sostener, pintar un cuadro, componer una canción, animar, escribir un poema, hacer el pino, alegrar a un niño, parar una guerra....¡Podemos con nuestras manos recrear la vida! Si tus manos están llenas de vida puedes compartir esa vida con los demás ¡Tus manos son cauce de vida para tu comunidad!
Si miras tus manos, otra vez, verás que están llenas de Cristo, el Señor.
Porque cada vez que escuchas sus palabras, lo coges en el pan de la Eucaristía, te emocionas descubriendo que sólo Él tiene palabras de vida eterna, meditas y descubres que nadie como Él ha sido capaz de ofrecer una esperanza fundada a esta vieja humanidad herida por el cansancio y la violencia, entonces te sientes cerca de Cristo; lo tocas con las manos del alma. Y si tienes a Cristo, tus manos son capaces de regalárselo a tus hermanos. Tus manos ¡son cauce de Cristo para los demás, exactamente igual que el seno de María, la Virgen!
Si miras tus manos, consagrado/a, verás que están llenas de paz.
Es verdad que alguna vez han amenazado a otros, incluso hasta pueden haber golpeado, pero muchas veces más han parado una discusión, han defendido el diálogo y el entendimiento, han hecho posible el perdón y el encuentro, han sido motivo de amistad y de fiesta. ¿O acaso no es verdad que tienes muchos más amigos que enemigos? ¿Acaso no es verdad que si pudieras parar con tus manos la guerra lo harías sin dudarlo? ¿Ves cómo tus manos están llenas de paz? Una paz que puedes contagiar a los hermanos/as. ¡Eres, persona consagrada, con tus manos un cauce de la paz de Dios para el mundo!
En tus manos hay también, si te miras bien, silencio, mucho silencio.
Ese don tan escaso y necesario para percibir el misterio y escuchar esos pasos de brisa que Dios da de vez en cuando por nuestras vidas. Si te miras bien verás que hay silencio en tu palma, en tus dedos, en tus arrugas. Un silencio fecundo porque allí se oyen las respuestas más profundas a este misterio de ser hombre y de ser mujer. Si hay silencio en tus manos puedes transmitírselo a los demás, para que ellos también escuchen a Dios, perciban el misterio de amor que se esconde en nuestro barro, y no se dejen llenar de ruidos por dentro y por fuera que les provoquen la sordera del tímpano del corazón. Ofréceles un poquito de silencio y Dios se encargará del resto con la ayuda de tus manos. ¡Qué importante es que no falten comunidades contemplativas y silenciosas!
Hay muchas cosas más en tus manos. Mucho misterio atrapado y cobijado en ti. Mucha gracia iluminada a pesar de tus manos de barro. Por eso te decía al comenzar que Dios ha puesto en ti una responsabilidad inmensa, un talento precioso, y yo quiero hoy, en nombre de la Iglesia, agradecerte tu decisión de poner tus manos al servicio de los que caminan buscando la felicidad que se merecen.
Dicen por ahí que llevamos escrita en la palma de la mano la M de muerte. Pero si las miras al revés, como Dios suele mirar la realidad, verás que llevas escritas dos veces la V de la Vida.
Cada noche, cuando mires tus manos, puedes sentirte una persona afortunada y feliz porque Dios las ha llenado de mucha gracia, de muchas posibilidades. Pero, sobre todo, porque no las has guardado para ti: Has abierto tus manos para que otros las estrechen. Por eso, y sólo por eso, eres una persona consagrada. ¡Por muchos años!
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