En la década de 1950, el Papa Pío XII decretó que el nombre Sábado de Gloria se modificara a Sábado Santo. Esta decisión buscaba respetar el ritmo litúrgico y evitar anticipar el júbilo de la Resurrección antes de la Vigilia Pascual.
Sin embargo, más de setenta años después, siguen circulando en redes sociales imágenes y mensajes que anuncian con entusiasmo: “Sábado de Gloria”. Vemos cruces cubiertas de blanco, frases inspiradoras en letras grandes, y sepulcros vacíos. Y aunque no es un error alegrarnos por la promesa de la Resurrección, en un mundo que nos exige inmediatez, a menudo olvidamos el valor de permanecer en la transición que implica la espera.
Venimos del dolor del Viernes Santo, del aparente fracaso ante la muerte, del abandono y el silencio que rodearon la cruz. Somos testigos de una entrega total de amor. Y aunque sabemos que la promesa se cumplirá y la victoria será gloriosa, el Sábado Santo nos invita a algo distinto: a la quietud del alma, a la contemplación.
Este día nos enseña a permanecer. A habitar el tiempo del silencio, del duelo, de la fe sin respuestas. A acompañar a María en su dolor, a preparar perfumes y especies para el cuerpo ausente, a confiar en que Dios obra incluso cuando no lo vemos.
Porque en la vida, hay más días de Sábado Santo que de Viernes de dolor o Domingo de Gloria. Aprendamos, entonces, a vivirlos con esperanza. A permanecer con el corazón abierto, confiando en que la luz llega, aunque aún no la veamos.