#triduopascualfeminista2025 El martirio de Sara Millerey y la resurrección profética de los cuerpos sagrados

| Jorge González Nuñez
En las aguas turbias de la quebrada La García, en Antioquia, Colombia, el cuerpo quebrantado de Sara Millerey González Borja emerge como un ícono sagrado de resistencia. Su asesinato, ocurrido el pasado 4 de abril, no es solo un crimen de odio: es un espejo de los mecanismos de exclusión que buscan silenciar a quienes desafían los mandatos de un orden opresor. En vísperas de la Semana Santa, su historia interpela a una sociedad y a una iglesia que aún glorifica la cruz mientras normaliza la violencia contra los cuerpos trans.
La teología feminista nos invita a leer los relatos bíblicos desde las márgenes. Jesús, ejecutado por el imperio bajo acusaciones de subvertir el poder, fue también un cuerpo marcado por la violencia. Su crucifixión no fue un acto divino abstracto, sino un linchamiento político, un intento de borrar su mensaje revolucionario de amor radical. Así, el cuerpo de Sara —golpeado, fracturado, arrojado al agua— nos confronta con la misma lógica: el deseo de aniquilar lo que no cabe en los moldes de la «normalidad». Su muerte no es un «sacrificio», sino un fruto amargo de la transfobia, aliada histórica del patriarcado y el colonialismo.
Sara encarna la doble vulnerabilidad de ser mujer y trans en un mundo que castiga la autonomía sobre el propio cuerpo. Como Jesús, expulsado fuera de los muros de Jerusalén, ella fue arrojada a las periferias físicas y simbólicas. Pero su historia no termina en el río. La resurrección, concepto central de la Pascua, no es un milagro lejano, sino que se hace presente en la lucha cotidiana de las comunidades trans que, ante el odio y la violencia, tejen redes de cuidado y exigen justicia.
Sara no es una víctima más; su nombre se suma a la genealogía de cuerpos disidentes que, como el de Jesús, interrumpen la comodidad de los templos y reclaman un mundo donde nadie tenga que mendigar dignidad.
La Semana Santa es un llamado a decolonizar la fe. Si la cruz fue un instrumento de tortura, hoy son las leyes excluyentes, los discursos de odio y la indiferencia colectiva los clavos que siguen perforando carne marginada.
“Fue despreciado y rechazado… como uno ante quien se oculta el rostro… Él fue traspasado por nuestras rebeliones, molido por nuestros crímenes” (Isaías 53:3-5).
El cuerpo de Sara, como el del Siervo de Isaías, fue violentado por un sistema que odia lo que no comprende. Este pasaje del siervo sufriente debe ser interpretado no como una glorificación del sufrimiento, sino como una denuncia profética: la violencia contra los cuerpos transgresores revela la hipocresía de un mundo que proclama amor mientras crucifica a sus profetas. La "sanación" que Isaías menciona no es pasiva; es la justicia que brota cuando se acaba con el imperio del odio.
“Tú eres el Dios que me ve” (Génesis 16:13).
Así como Hagar es un símbolo de fe y supervivencia en el Antiguo Testamento, su relato revela la compasión de Dios hacia las personas marginadas. Hoy, su historia se resignifica en la de Sara. Como Hagar, mujer racializada y esclavizada, Sara fue arrojada a los límites de la sociedad, pero en su cuerpo fracturado surge un grito sagrado: «Dios me ve», subvirtiendo así la idea de que Dios está en los templos de poder; en cambio, se revela en los ríos donde yacen las Sara de este mundo.
“Cargando su propia cruz, [Jesús] salió hacia el lugar de la Calavera… Allí lo crucificaron” (Juan 19:17-30).
El cuerpo de Jesús, desnudo y torturado, fue exhibido como advertencia para disuadir a quienes desafiaban al imperio. Así, el cuerpo de Sara, arrojado al río, se presenta como un mensaje de terror para la comunidad trans. Pero ambos relatos se rebelan: la cruz y el río no son el final. La resurrección está en la solidaridad que convierte el dolor en lucha colectiva.
“No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).
En este texto, el apóstol Pablo desmantela las categorías opresoras de su tiempo. Hoy, este versículo desafía el binarismo de género y la jerarquía cisnormativa. La muerte de Sara desenmascara la mentira de que algunos cuerpos valen más que otros. En Cristo, la diversidad no es tolerada, sino celebrada como reflejo de lo divino. La transfobia, entonces, se convierte en herejía al negar la imagen de Dios en los cuerpos trans.
Que el luto por Sara no se convierta en lástima, sino en memoria insurgente. Que este domingo, cada «¡Resucitó!» no sea solo un canto, sino el eco de las transgresoras que, como ella, desafían la muerte social con gritos sagrados: «Dios me ve». Porque la verdadera resurrección no es un milagro distante, sino el desmantelamiento de los sistemas que crucifican y excluyen.
La Semana Santa no puede reducirse a una celebración fría que espiritualiza el dolor. Debe ser el símbolo de una fe subversiva: aquella que, mediante la fuerza del amor, enciende en nuestros corazones la llama que el odio no puede apagar, la llama de los cuerpos que, incluso fracturados, siembran revoluciones.