Un santo para cada día: 7 de noviembre Beato Francisco Palau. (Apóstol de Ibiza y fundador de las Carmelitas Misioneras Teresianas)
La vida de Francisco Palau está plagada de infortunios, en una época en que la España de la década de 1830 tuvo que atravesar tiempos turbulentos y agitados, que un siglo después habrían de desembocar en la más sangrienta persecución religiosa, que se conoce en nuestro suelo patrio y seguramente fuera de él
Se vivían tiempos en que el mundo de la política no podía estar más revuelto. La invasión francesa había arrasado la península, dejando hambre y miseria; se había puesto en marcha la expropiación de bienes que estaban “en manos muertas” y llegaba la revolución sangrienta del 1835, de carácter anticlerical, sobre todo en Cataluña, donde la represalia contra las órdenes religiosas estaba a la orden del día, por haber apoyado a los carlistas en la guerra civil a finales del 1833. Asistimos a las conocidas vulgarmente como “Bullangues” en las que se asaltaron varios conventos, registrándose no pocos muertos entre el clero, algo semejante a la matanza de frailes, ocurrida en Madrid de 1834. A partir de entonces las puertas de los conventos fueron cerradas, obligando a los religiosos a salir fuera de ellos y buscarse la vida como buenamente pudieran lejos de sus muros. No, no fueron nada fáciles estos tiempos, sobre todo para los que como Palau vivían dentro del recinto de un convento que, al ser incendiado tuvo que abandonar por razones de seguridad, viéndose obligado a ocultarse en casa de unos amigos, donde fue detenido y conducido a la cárcel de Ciudadela. Al salir de ahí, ya no tenía lugar donde ir, a pesar de todo, en su día, tuvo la valentía de ordenarse sacerdote el 2 de abril de 1836.
Las cosas no mejoraban, por lo que tuvo que buscar refugio en Aytona (Lérida), en casa de sus padres, que se llamaban José y Mª Antonia. Aquí precisamente era donde había venido al mundo un 29 de diciembre de 1811 y donde había crecido en medio de una atmósfera cristiana y familiar; en este hogar se rezaba el rosario y se cumplía con las prácticas piadosas; aquí aprendería las primeras letras, hasta que a los 13 años se fuera a vivir con su hermana Rosa, que se había casado trasladándose a Lérida. En esta ciudad se le presentó la oportunidad de hacerse con una beca para entrar en el Seminario, donde estudiaría humanidades y la carrera eclesiástica. Acabados los estudios en 1832, descubre que lo que a él verdaderamente le tira es la orden del Carmelo y ni corto ni perezoso llama a las puertas de los Carmelitas Descalzos de Barcelona, que le reciben con los brazos abiertos. Ya solo hace falta, tomar el hábito, profesar e integrarse en la vida de la Comunidad carmelitana, pero cuando todo parecía encauzado, otra vez vuelta a empezar.
La exclaustración, decretada por las autoridades políticas, le obligaron a regresar al hogar paterno cumplidos los 24 años. Volvería a revivir los años de su infancia y adolescencia. Durante este tiempo, hizo lo que pudo, ayudó a sus padres, colaboró en la parroquia y hasta hizo de misionero en el ejército carlista, antes de que éste fuera derrotado y tuvo que pasar a Francia en busca de la paz necesaria para vivir su vocación religiosa, una paz que en España no había podido encontrar. Una vez en Perpiñán trató de poner en orden las cosas del espíritu y saciar sus ansias misioneras con los refugiados españoles y con los franceses del sur que le miraban sorprendidos.
Al regresar nuevamente a España tuvo la suerte de ser bien recibido por el arzobispo de Tarragona, Costa Borrás, quien le encomendaría algunos ministerios en el Seminario y en la parroquia de S. Agustín, donde pudo trabajar con otros jóvenes a favor de los obreros, creándose un organismo que fue bautizado con el nombre de “La Escuela de la Virtud” de marcado carácter social, lo que suscitó recelos en las autoridades civiles, por lo que acabó siendo clausurada y su principal promotor exiliado a Ibiza el 9 de Abril de 1854 .
Nuevamente volvemos a tener a Palau desorientado y sin rumbo, confinado y vigilado. No tiene miedo a la soledad, más aún su espíritu anhela ese retiro que él aprovecha para orar, meditar y escribir. Se disciplina, ayuna, vive como un anacoreta, pero no puede dominar sus impulsos apostólicos y vuelve a la predicación, a la misión, a la catequesis de jóvenes, incluso ejerce el exorcistado, que tantos problemas le acarreará. En el año 1860 se proyecta sobre una congregación mixta de Hermanos y Hermanas Carmelitas, que acabaría siendo la Congregación de “Carmelitas Misioneras Teresianas” con una vocación de servicio a favor de los enfermos, de manera especial a los enajenados y dementes. Afortunadamente la Congregación de Carmelitas Misioneras goza de un buen presente, dadas las circunstancias actuales.
Cuando se cumplió el destierro, el P Palau pudo regresar a la península para volver a encontrase con los grupos comunitarios, pudiendo ver como la semilla esparcida se iba multiplicando. Visitando en Tarragona a una de las Comunidades, entregada a proporcionar ayuda a los enfermos de peste, contrajo una pulmonía que le causó la muerte el 20 de marzo de 1872.
Reflexión desde el contexto actual:
La vida de Francisco Palau está plagada de infortunios, en una época en que la España de la década de 1830 tuvo que atravesar tiempos turbulentos y agitados, que un siglo después habrían de desembocar en la más sangrienta persecución religiosa, que se conoce en nuestro suelo patrio y seguramente fuera de él. “Mire, nos decía este religioso catalán, la triste situación en que se halla la iglesia en España y al verla cubierta de llagas, cargada de horrorosas cadenas, puesta en las angustias de la muerte, que si no le viene pronto el auxilio de lo alto va a exhalar su último aliento”. Dar el último aliento de su vida por salvar a su madre la Iglesia. fue el sueño de este apóstol carmelita. Hoy los demonios familiares, disfrazados de ropajes acomodaticios, vuelven a poner en jaque lo más sagrado de nuestra historia. La iglesia está agonizando y nadie parece percatarse de esta tragedia. Los católicos hemos madurado tanto que ya nada nos inquieta y con la más absoluta resignación nos contentamos con decir: El último que apague las luces