Un santo para cada día: 2 de abril S. Francisco de Paula (El milagrero ermitaño de S. Francisco)
Fue beatificado por León X el 9 de julio de 1513 y canonizado por este mismo Pontífice el 1 de mayo de 1519
| Francisca Abad Martín
Nació Francisco el 27 de marzo de 1416, en un caserío de una localidad italiana llamada Paola, perteneciente al reino de Nápoles. Sus padres se llamaban Giacomo y Vienna. Las primeras nociones piadosas las recibió de sus padres. Ellos eran muy devotos de San Francisco de Asís y a él le habían encomendado poder tener un hijo, después de esperarlo ansiosamente varios años, por eso le llamaron Francisco.
Siendo aún un bebé, una grave enfermedad afectó a su vista. Sus padres se encomendaron al santo de Asís y el niño se curó. Entonces prometieron enviarle un año como oblato con los franciscanos cuando fuera adolescente. Con 13 años se vistió de oblato en un convento franciscano de la diócesis de Cosenza, siendo educado por los frailes durante ese año que duró la “oblación” que habían ofrecido sus padres por su recuperación.
Al regresar, en lugar de ir a su casa, se fue a vivir a una cueva de las proximidades, reforzando sus deseos de soledad y penitencia. Así pasó varios años, hasta que fue descubierto por otros jóvenes que quisieron llevar la misma vida que él. Se construyeron unas cabañas próximas a la cueva de Francisco. El pueblo los llamaba “los ermitaños de San Francisco”. Él les propuso unas normas de convivencia, que habrían de ser el origen de la nueva Regla Monástica. Era una regla tan austera que hacían voto de no probar jamás la carne.
Comenzaron a llamarles los “frailes menores” pero como él por su gran humildad, hasta este nombre le parecía demasiado, prefirió elegir el nombre de “Mínimos”. Con ellos fundó un Monasterio en Cosenza y su fama se extendió rápidamente por los prodigios que realizaba, casi sin quererlo. Se cuenta que un día en 1464, cuando ya tenía casi 50 años y su fama se había extendido, fue requerido en Sicilia. Tenía que atravesar en barco el estrecho de Mesina, pero como no tenía dinero para pagar el pasaje, el barquero se negó a llevarle. Entonces él se arrodilló en la arena, bendijo a las olas, extendió su manto sobre el agua y subiéndose encima, atravesó esa distancia como si fuera en un barco. Esto sucedió en presencia de muchos testigos, por eso los navegantes le invocan como protector.
Un día, estando en Cosenza, siendo ya mayor, en 1483, le vinieron a buscar por encargo del rey francés Luis XI, que estaba gravemente enfermo y tenía pánico a la muerte y como había tenido noticias de los milagros y curaciones que había hecho Francisco, pensaba que de este modo recuperaría la salud. No curó al rey, pero le libró del terror a la muerte y le preparó para morir en paz.
Se quedó en Francia, fundando conventos y trabajando por la pacificación y salvación de Europa. Falleció en el castillo de Plessis le Tours, el 2 de abril de1507, día de Viernes Santo, recién cumplidos los 90 años. En 1592 los hugonotes saquearon su sepulcro y encontrando su cuerpo incorrupto, lo quemaron y esparcieron sus huesos, que fueron recuperados por los católicos y enviados a diversos Monasterios de su Orden como preciadas reliquias.
Fue beatificado por León X el 9 de julio de 1513 y canonizado por este mismo Pontífice el 1 de mayo de 1519.
Reflexión desde el contexto actual:
Casi todos, en el fondo, nos creemos más de lo que en realidad somos, pocos hay que tienen de sí mismo un justo aprecio de lo que son y de lo que valen, reconociendo humildemente su indigencia, uno de ellos fue Francisco de Paula, a quien le parecía ya mucho que los demás le consideraran “hermano menor” porque él se tenía como “Mínimo”. Es un milagro encontrar hombres así, pero cuando esto sucede, uno se percata que no hay mejor forma que la de ser humilde para que los demás te miren con admiración y con respeto.