Un santo para cada día: 21 de febrero San Pedro Damián (Reformador de la Iglesia)
Falta haría sin duda en nuestros días que surgieran estos celosos profetas, para contrarrestar tanta apatía y negligencia religiosa, o tal vez esos profetas existan y nosotros cerramos los ojos para no verlos, porque siempre resulta molesto que alguien nos interpele con su testimonio, poniendo en evidencia nuestra perversión
| Francisca Abad Martín
En épocas de relajamiento y cuando la iglesia se ve necesitada, sucede que surge siempre un gran reformador que sirve de revulsivo para que se vuelva a retomar la dirección correcta. Así, por ejemplo, en tiempo de concubinatos y de homosexualidad, allá por el siglo XI, se alza una voz enérgica que denuncia lo que está pasando en la Iglesia con estas palabras: “Ha arraigado entre nosotros cierto vicio sumamente asqueroso y repugnante. Si no se lo extirpa cuanto antes con mano dura, está claro que la espada de la cólera divina asestará sus golpes, de un momento a otro, para la perdición de muchos… El pecado contra natura repta como un cangrejo hasta alcanzar a los sacerdotes…Y, a no ser que la Santa Sede intervenga cuanto antes con contundencia, cuando queramos poner freno a esta lujuria desenfrenada, ya no habrá quien la detenga”.
Así clamaba Pedro Damián nacido en Rávena (Italia) en 1007. Huérfano desde muy niño, quedando bajo la tutela de un hermano mayor, quien le trató duramente, ya que le puso enseguida a trabajar, incluso cuidando cerdos. Compadecido de él otro hermano mayor, llamado Damián, que era arcipreste en Rávena, decidió adoptarle y hacerse cargo de su educación, haciendo las veces de padre y sacándolo de la miseria lo lanzó por el camino de las letras. Posteriormente, agradecido, tomaría como segundo nombre el de su bienhechor, conociéndosele desde entonces como Pedro Damián.
Desde muy joven se acostumbró a la oración, vigilia y ayuno y era tan caritativo que invitaba muchas veces a los pobres a compartir su mesa. Ingresó en la vida monacal con los benedictinos, según la reforma llevada a cabo por San Romualdo, padre de los camaldulenses. Para dominar sus pasiones se dio de modo exhaustivo al ayuno y a las penitencias, pero su cuerpo, al no estar acostumbrado, se debilitó y enfermó. Entonces comprendió que estos castigos corporales nunca debían ser tan severos.
Ordenado sacerdote en su ciudad natal en 1035, se retiró a Fonte Avellana, monasterio que había sido fundado por San Romualdo donde, en unión con otros compañeros, se entregó a la vida de anacoreta, dedicándose, no solo a la penitencia y a la oración, sino también al estudio, llegando a ser Superior. Impone la regla de San Benito, pero sin perder de vista la reforma de San Romualdo. Este tipo de vida es un inicio de lo que serían más tarde los cluniacenses.
Desde 1045 estuvo en contacto con la Curia Romana, colaborando eficazmente en la gran obra de la reforma de toda la Iglesia. León IX lo sacó de su retiro, obligándole a aceptar el nombramiento de cardenal, bajo pena de excomunión. Fue uno de los hombres más destacados en la reforma eclesiástica del siglo XI, origen y germen de la gran reforma llevada a cabo posteriormente por Gregorio VII, conocida como reforma gregoriana.
Al final de sus días Alejandro II envío a Pedro Damián a Rávena a resolver un grave problema con el arzobispo de esta ciudad que estaba excomulgado por ciertos desarreglos cometidos, llegando desgraciadamente cuando éste ya había fallecido, por lo que solo pudo reprender y castigar a sus cómplices. De regreso a Roma en un convento de Faenza le subió la fiebre y se sintió enfermo para venir a morir el 22 de febrero de 1072, siendo proclamado Doctor de la Iglesia por el Papa León XII en 1828.
Reflexión desde el contexto actual:
La memoria de S. Pedro Damián resulta muy oportuna para la Iglesia de hoy y toma actualidad, porque Brandmüller, uno de los cuatro cardenales que recientemente presentó a Francisco sus “dubia”, llama la atención sobre un librito de Pedro Damián titulado “Liber Gomorrhianus”, en el que su autor se dirige al papa León IX para que libere a la Iglesia infectada por la inmundicia sodomítica e invita para que, tomando el ejemplo de este santo, se rompa el silencio y se ponga al descubierto la plaga en forma de la práctica homosexual entre los ministros sagrados.
Falta haría sin duda en nuestros días que surgieran estos celosos profetas, para contrarrestar tanta apatía y negligencia religiosa, o tal vez esos profetas existan y nosotros cerramos los ojos para no verlos, porque siempre resulta molesto que alguien nos interpele con su testimonio, poniendo en evidencia nuestra perversión.