Un santo para cada día: 14 de abril Santa Lidia o Ludivina ( La hermosa adolescente que tuvo un accidente y le cambió la vida. Patrona de los enfermos crónicos)
La biografía de Lidia es uno de esos relatos que te hielan la sangre y te producen una profunda conmoción interior; hay que decir también que viene a ser una demostración más de la capacidad infinita que las mujeres tienen de soportar el dolor y el sufrimiento silenciosamente, de forma abnegada. La historia de Lidia comienza el año1380 teniendo como escenario a Schiedam, un pueblecito cercano a la Haya (Holanda). Su infancia trascurre en el seno de una familia modesta pero honrada y a medida que va creciendo se va haciendo cargo de algunos menesteres del hogar, se ocupa de los hermanos más pequeños y trabaja en lo que puede, para hacerse con algunos florines que no vienen nada mal para remediar las necesidades familiares. Su cuerpecito de mujer se va formando y en el comienzan a florecer los primeros rasgos de una primavera incipiente, hermosos cabellos rubios, cutis de nácar, ojos brillantes y expresivos, rostro agraciado que no pasaba desapercibido a las miradas de los varones. Pedro, su padre, el sereno de la ciudad, se frotaba las manos pensando que pronto se iban a acabar las penurias familiares, concertando un ventajoso matrimonio con un joven de buena familia, pero la adolescente estaba en otras cosas.
Un día vienen sus amigas a buscarla a su casa para que las acompañe a patinar en el lago helado. ¡Estupendo!¡Os acompaño! No sabía Lidia que era aquí donde iba a comenzar su terrible calvario. Al poco tiempo de estar patinando sufre una caída y a consecuencia de la misma una costilla quedó destrozada, dejándola postrada en la cama para no incorporarse jamás. Con ello quedaba truncada para siempre la vida de una jovencita de 15 años. A partir de ahora la enfermedad, el dolor y sufrimiento se van a cebar con Lidia. Pronto aparece una apostema que degenera en ulcera y acaba convirtiéndose en gangrena donde acuden los gusanos. A esto se le uniría el egotismo, la equimosis, cáncer de pecho y la aparición de dos tumores purulentos en el corazón. Pareciera que el maltrecho cuerpo de Lidia se hubiera convertido en el pararrayos que atraía todas las enfermedades. No hace falta decir los dolores tan espantosos que la enferma tenía que soportar: neuralgias y dolencias de todo tipo, sin apenas poder probar bocado, ni pegar ojo. En medio de este horroroso suplicio, Lidia llegó a pensar que se encontraba en el mismísimo infierno. Infierno sí, porque ella tampoco llegaba a vislumbrar ningún consuelo procedente de lo alto.
En casos como éste es inevitable que se haga presente el misterio inexplicable para los hombres, cual es compaginar el sufrimiento de los inocentes con la existencia de un Dios infinitamente bondadoso. Lidia no acababa de entender que Dios se negara a escucharla. ¿No es Él infinitamente más tierno y amoroso que todas las madres del mundo juntas? ¿No es Él, acaso, el Todopoderoso a quien ninguna enfermedad se le resiste? ¿Entonces por qué no acude en mi auxilio y rompe el silencio? Éstas eran preguntas sin respuesta, mientras ella yacía en la oscuridad de las tinieblas místicas. A los sufrimientos físicos se unía también la noche oscura del alma, pero un día alguien le dijo: ¡Medita en la pasión de Cristo! y todo comenzó a cambiar; un rayo de luz comenzaba a entrar por la ventana de su habitación, para convertirse en una esplendorosa llamarada cada vez que recibía a Cristo en la Eucaristía.
A partir de aquí empieza a sentir un gozo indecible de poder compartir con Cristo los dolores de la Pasión. Había encontrado sentido a su sufrimiento. Los dolores físicos eran compensados por los gozos interiores, hasta poder decir: “dulce es el sufrir”. Ahora era la pobre y dolorida enferma quien comenzaba a iluminar a cuantos se acercaban a ella y para todos tenía una palabra de consuelo. Dicen que cuando se acerca la hora final, el rostro de los moribundos se ilumina y eso es lo que debió pasar con Lidia, según cuentan los testigos presenciales; sus llagas se habían cerrado y solo parecían cicatrices de plata que engalanaban su cuerpo.
Reflexión desde el contexto actual:
Pocos como Santa Lilia podría hablarnos del dolor con entero conocimiento de causa, pocos con tanta experiencia podían decirnos que rápidamente se madura cuando el dolor nos aprieta y nos oprime. Le costó mucho, pero al final aprendió a encontrar sentido a la vida de sufrimiento y cuando esto sucede el dolor deja de ser dolor para convertirse en una fuente de esperanza, que nos remite al gozo interior.