Un santo para cada día: 11 de marzo Santa Oria (La manceba enamorada de Dios)
Jamás podían haber imaginado que una monja andariega que iba por ahí llamando a todas las puertas, pudiera llegar a convertirse en la mística más excelsa del cristianismo, pero aún con todo nos dejaron ejemplos admirables de heroísmo y abnegación difíciles de igualar.
Ha sido Gonzalo de Berceo, a través de su obra Poema o “Vida de santa Oria”, complementada con una Memoria Cronológica anónima, quien nos ha proporcionado los datos fundamentales de que disponemos referentes a Oria, (Aurea) que así se llamaba, porque “ quien conosció a Oria sopo su puridad; en todo cuanto dijo, dijo toda verdad …como era preciosa más que oro preciada, nombre avia de oro : Oria era llamada”. Se nos dice que nació en Villavelayo, pequeño pueblo riojano, siendo sus padres García y Amuña. También sabemos que de niña le gustaba, junto a su madre, visitar el monasterio de S Millán de Suso, el lugar donde un día habría de encerrase hasta su muerte.
Para los hombres y las mujeres de la Edad Media el drama de la vida implicaba tener que librar una batalla sin cuartel contra el mundo, el demonio y la carne y de esta lucha como en todas las luchas salían airosos los héroes y heroínas como lo fue Oria, quien desde muy temprano descubrió que solamente quería ser de Dios: “Era esta manceba de Dios enamorada / más quería ser ciega que verse casada … Desde que mudó los dientes, luego a los pocos annos / pagábase muy poco de los seglares pannos.
Estas cosas que vemos hacer a Oria eran normales en el Medievo, porque se vivía en un clima de trascendentalidad, que hacía que todo se entendiera como una preparación para la muerte. A partir de aquí se hace comprensible que frases como “siéntate en tu celda y calla” estuviera plagada de sentido. Con lo cual se daba a entender que a través de la soledad y el silencio es como llega la paz interior, que nos capacita para afrontar el momento supremo. Por eso no importaba demasiado enterrarse y emparedarse en vida. Hoy esto no lo entenderíamos, pero ellos sí.
Llegado el momento, esta jovencita se presentó en el convento de S. Millán y comenzó a llamar insistentemente a la puerta; por fin el portero la abrió y después de preguntarle que hacía allí, ella le respondió que quería ver al prior. Ya en presencia de éste, cayo de rodillas a sus pies “Sennor , dixo, e padre yo a ti so venida/ quiero con tu conseio prender forma de vida/ de la vida del siglo vengo bien espedida/ si mas a ella torno, téngome por perdida/ Sennor, Dios tal lo quiere, tal es mi voluntad/ prender orden e velo , vevir en castidad/ en rencon encerrada yacer en pobredat / vivir de lo que diere por mi la christiandat” El P. Domingo, que así se llamaba el Prior, accedió a su petición procediendo a habilitar un diminuto cuarto contiguo al altar mayor para su estancia. Con esto ya tenía Oria cuanto necesitaba. Allí se entregaría al ayuno y las penitencias, a la oración y meditación, a la lectura de las sagradas escrituras y la vida de los santos, cosía, tejía y todo lo tenía bien dispuesto para las celebraciones litúrgicas y además le quedaba tiempo para recibir a todos los peregrinos atraídos cuando su fama de santidad comenzó a propagarse. Los cuatro muros que la tenían encerrada fueron testigos de escenas prodigiosas. Tan pronto era testigo de comparecencias indeseadas del demonio en forma de serpiente, como era confidente de las tres vírgenes Águeda, Eulalia y Cecilia, que la venían a visitar y a alentar.
Hasta que un día, siendo aún mujer joven, Oria enfermó y tuvo que venir su madre para asistirla, poco a poco se fue debilitando y apenas le quedaban fuerzas para rezar en voz alta, hasta que llegó el momento de su partida. “Alzó ambas las manos, junto las en igual/como qui rinde gracias al buen rey celestial, cerró ojos e boca la reclusa leal/rindió a Dios el alma: nunca más sintió mal”
Reflexión desde el contexto actual:
A los ojos de hoy queda corta la proyección espiritual de los hombres y mujeres medievales, ellos no fueron muy conscientes de que aparte de la suya, existían otras formas de vivir la religiosidad, no tuvieron idea clara de lo que podíamos llamar mística de la cotidianidad. Jamás podían haber imaginado que una monja andariega que iba por ahí llamando a todas las puertas, pudiera llegar a convertirse en la mística más excelsa del cristianismo, pero aún con todo nos dejaron ejemplos admirables de heroísmo y abnegación difíciles de igualar.