En la misa con motivo de la Jornada Mundial de los Pobres Francisco advierte de una fe con "devoción pasiva, que no incomoda a los poderes del mundo"
"Lo digo a la Iglesia, lo digo a los gobiernos de los Estados y a las Organizaciones internacionales, lo digo a cada uno y a todos: por favor, no nos olvidemos de los pobres". Nuevo llamamiento del Papa a poner los ojos sobre los más vulnerables en la misa con la que esta mañana celebró, en la basílica de San Pedro, una nueva edición -la octava- de la Jornada Mundial de los Pobres
"No debemos fijarnos sólo en los grandes problemas de la pobreza global, sino en lo poco que todos podemos hacer en lo cotidiano: con nuestro estilo de vida, con la atención y el cuidado del ambiente en el que vivimos"
Improvisando, Francisco preguntó a los que dan limosna: "¿Tocas la manos de los pobres o les tiras la moneda sin tocarlo?". "¿Miro hacia otro lado cuando veo la pobreza, la necesidad de los demás?", subrayó. "¿Siento la misma compasión que el Señor ante los pobres, ante los que no tienen trabajo?", insistió
Improvisando, Francisco preguntó a los que dan limosna: "¿Tocas la manos de los pobres o les tiras la moneda sin tocarlo?". "¿Miro hacia otro lado cuando veo la pobreza, la necesidad de los demás?", subrayó. "¿Siento la misma compasión que el Señor ante los pobres, ante los que no tienen trabajo?", insistió
"Lo digo a la Iglesia, lo digo a los gobiernos de los Estados y a las Organizaciones internacionales, lo digo a cada uno y a todos: por favor, no nos olvidemos de los pobres". Nuevo llamamiento del Papa a poner los ojos sobre los más vulnerables en la misa con la que esta mañana celebró, en la basílica de San Pedro, una nueva edición -la octava- de la Jornada Mundial de los Pobres, en la que instó también, siguiendo los pasos del teólogo Johann Baptist Metz, a apostar por una “mística de ojos abiertos”. "No una espiritualidad que huye del mundo, sino, por el contrario, una fe que abre los ojos frente al sufrimiento del mundo", subrayó Francisco.
En ese proceso, advirtió el Papa frente a la angustia, "un sentimiento extendido en nuestra época, donde la comunicación social amplifica los problemas y las heridas", con el consiguiente peligro "de hundirnos en el desánimo y dejar pasar inadvertida la presencia de Dios dentro del drama de la historia. De este modo, nos condenamos a la impotencia".
"Así, incluso la fe cristiana se reduce a una devoción pasiva, que no incomoda a los poderes de este mundo y no produce ningún compromiso concreto en la caridad", añadió Francisco, quien advirtió entonces que "mientras una parte del mundo está condenada a vivir en los sectores marginales de la historia, al tiempo que crecen las desigualdades y la economía castiga a los más débiles, mientras la sociedad se consagra a la idolatría del dinero, sucede que los pobres y los excluidos no pueden hacer otra cosa que continuar esperando".
Pero Jesús, añadió el Pontífice, "en medio de ese cuadro apocalíptico enciende la esperanza. Nos abre completamente el horizonte, alargando nuestra mirada para que aprendamos a acoger, incluso en la precariedad y en el dolor del mundo, la presencia del amor de Dios", una esperanza que "necesita de nuestro compromiso, de una fe que opere en la caridad, de cristianos que no se hagan los desentendidos".
"Y no debemos fijarnos sólo en los grandes problemas de la pobreza global, sino en lo poco que todos podemos hacer en lo cotidiano: con nuestro estilo de vida, con la atención y el cuidado del ambiente en el que vivimos, con la búsqueda constante de la justicia, compartiendo nuestros bienes con los más pobres, comprometiéndonos social y políticamente para mejorar la realidad que nos rodea", indicó el Papa.
"¿Tocas las manos de los pobres?"
Improvisando, Francisco preguntó a los que dan limosna: "¿Tocas la manos de los pobres o les tiras la moneda sin tocarlos?". "¿Miro hacia otro lado cuando veo la pobreza, la necesidad de los demás?", subrayó. "¿Siento la misma compasión que el Señor ante los pobres, ante los que no tienen trabajo?", insistió.
Como colofón a esta Jornada Mundial de los Pobres, el Papa, que también bendijo 13 llaves, representativas de los 13 países en los que la Familia Vicenciana, con el proyecto "13 casas" para el Jubileo, construirá nuevas viviendas para personas desfavorecidas, y tras el rezo del ángelus, almorzó con 1.300 personas necesitadas en un acto organizado por el Dicasterio para el Servicio de la Caridad y ofrecido este año por la Cruz Roja Italiana.
Homilía del Papa
Las palabras que acabamos de escuchar podrían suscitarnos sentimientos de angustia; en realidad, son un gran anuncio de esperanza. En efecto, si Jesús, por una parte, pareciera describir el estado de ánimo de quien ha visto la destrucción de Jerusalén y piensa que haya llegado el final, al mismo tiempo Él anuncia algo extraordinario: en la hora de la oscuridad y la desolación, justo en el momento en que todo parece derrumbarse, Dios viene, Dios se hace cercano, Dios nos reúne para salvarnos.
Jesús nos invita a tener una mirada más aguda, a tener ojos capaces de “leer desde adentro” los acontecimientos de la historia, para descubrir que, incluso en las angustias de nuestro corazón y de nuestro tiempo, hay una esperanza inquebrantable que brilla. Por eso, en esta Jornada Mundial de los Pobres, detengámonos precisamente en estas dos realidades: angustia y esperanza. Realidades que siempre están combatiendo dentro de nuestro corazón.
Primero la angustia. Es un sentimiento extendido en nuestra época, donde la comunicación social amplifica los problemas y las heridas, haciendo que el mundo sea más inseguro y el futuro más incierto. Asimismo, el Evangelio de hoy se abre con un escenario que proyecta en el cosmos la tribulación del pueblo, y lo hace utilizando un lenguaje apocalíptico: «El sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán» (Mc 13,24-25).
Si nuestra mirada se limita solo a la narración de los hechos, prevalecerá en nosotros la angustia. De hecho, también hoy vemos el sol oscurecerse y la luna apagarse, vemos el hambre y la carestía que oprimen a muchos hermanos y hermanas, vemos los horrores de la guerra y las muertes inocentes. Frente a esta realidad, corremos el riesgo de hundirnos en el desánimo y dejar pasar inadvertida la presencia de Dios dentro del drama de la historia. De este modo, nos condenamos a la impotencia; vemos como a nuestro alrededor crece la injusticia que provoca el dolor de los pobres, sin embargo, nos dejamos llevar por la inercia de aquellos que, por comodidad o por pereza, piensan que “el mundo es así” y “no hay nada que yo pueda hacer”. Así, incluso la fe cristiana se reduce a una devoción pasiva, que no incomoda a los poderes de este mundo y no produce ningún compromiso concreto en la caridad. Y mientras una parte del mundo está condenada a vivir en los sectores marginales de la historia, al tiempo que crecen las desigualdades y la economía castiga a los más débiles, mientras la sociedad se consagra a la idolatría del dinero, sucede que los pobres y los excluidos no pueden hacer otra cosa que continuar esperando (cf. Ex ap. Evangelii gaudium, 54).
Pero Jesús, en medio de ese cuadro apocalíptico enciende la esperanza. Nos abre completamente el horizonte, alargando nuestra mirada para que aprendamos a acoger, incluso en la precariedad y en el dolor del mundo, la presencia del amor de Dios que se hace cercano, que no nos abandona, que actúa para nuestra salvación. Precisamente cuando el sol se oscurece, la luna deja de brillar y las estrellas caen del cielo, dice el Evangelio, «se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte» (vv. 26-27).
Con estas palabras, Jesús está indicando principalmente su muerte que acontecerá pronto.
Sobre el Calvario, de hecho, el sol se oscurecerá y las tinieblas descenderán al mundo; pero precisamente en ese momento el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes, porque el poder de su resurrección destrozará las cadenas de la muerte, la vida eterna de Dios surgirá desde la oscuridad del sepulcro y un mundo nuevo nacerá de los escombros de una historia herida por el mal.
Esta es la esperanza que Jesús nos quiere brindar. Y lo hace incluso a través de una bella imagen: observen a la higuera —dice—, porque «cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano» (v. 28). Del mismo modo, también nosotros estamos llamados a leer las situaciones de nuestra historia terrena: ahí donde parece haber solo injusticia, dolor y pobreza, justamente en ese momento dramático, el Señor se acerca para liberarnos de la esclavitud y hacer que la vida resplandezca (cf. v. 29).
Y somos nosotros, sus discípulos, quienes gracias al Espíritu Santo podemos sembrar esta esperanza en el mundo. Somos nosotros los que podemos y debemos encender luces de justicia y de solidaridad mientras se expanden las sombras de un mundo cerrado (cf. Enc. Fratelli tutti, 9-55). Es a nosotros a los que su gracia nos hace brillar, es nuestra vida impregnada de compasión y de caridad la que se vuelve un signo de la presencia del Señor, siempre cercano al sufrimiento de los pobres, para sanar sus heridas y cambiar su suerte.
Hermanos y hermanas, no lo olvidemos, la esperanza cristiana que ha llegado a su plenitud en Jesús y se realiza en su Reino, necesita de nuestro compromiso, de una fe que opere en la caridad, de cristianos que no se hagan los desentendidos. Ya que «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad» (Ex. ap. Evangelii gaudium, 186). Un teólogo del siglo veinte decía que la fe cristiana debe suscitar en nosotros una “mística de ojos abiertos”: no una espiritualidad que huye del mundo, sino, por el contrario, una fe que abre los ojos frente al sufrimiento del mundo y frente a la infelicidad de los pobres, para ejercitar la misma compasión de Cristo (cf. J-B. METZ, Mistica dagli occhi aperti. Per una spiritualità concreta e responsabile, Brescia 2013).
Y no debemos fijarnos sólo en los grandes problemas de la pobreza global, sino en lo poco que todos podemos hacer en lo cotidiano: con nuestro estilo de vida, con la atención y el cuidado del ambiente en el que vivimos, con la búsqueda constante de la justicia, compartiendo nuestros bienes con los más pobres, comprometiéndonos social y políticamente para mejorar la realidad que nos rodea.
Podría parecernos poca cosa, pero nuestro poco será como las primeras hojas que brotan de la higuera, una anticipación del verano que se acerca.
Estimados hermanos, en esta Jornada Mundial de los Pobres me gustaría recordar una advertencia del Cardenal Martini. Él dijo que debemos cuidarnos de pensar que primero está la Iglesia, ya consolidada en sí misma, y luego los pobres de los que elegimos ocuparnos. En realidad, nos volvemos Iglesia de Jesús en la medida en la cual servimos a los pobres, porque solo así “la Iglesia ‘se vuelve’ ella misma, es decir, casa abierta a todos, lugar de la compasión de Dios para la vida de cada hombre” (cf. C.M. MARTINI, Città senza mura. Lettere e discorsi alla diocesi 1984, Bologna, 1985, 350)
Lo digo a la Iglesia, lo digo a los gobiernos de los Estados y a las Organizaciones Internacionales, lo digo a cada uno y a todos: por favor, no nos olvidemos de los pobres.
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