Conmemorando el 40 aniversario de Laborem exercens Humanismo del trabajo y espiritualidad en el 40 aniversario de Laborem exercens
Laborem exercens (LE), sobre el trabajo humano, de San Juan Pablo II constituye una de las enseñanzas claves y centrales de la Doctrina Social de la Iglesia
"La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres»" (LE 8).
"Se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del «trabajo» frente al «capital»" (LE 12)
"Se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del «trabajo» frente al «capital»" (LE 12)
Estamos conmemorando el 40 aniversario de esa tan significativa encíclica que es Laborem exercens (LE), sobre el trabajo humano, de San Juan Pablo II. LE constituye una de las enseñanzas claves y centrales de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), que nos muestra el humanismo ético y cristiano-católico. Tal como, de forma similar y afín, nos ha transmitido la filosofía y el pensamiento contemporáneo, (por ejemplo) el personalismo del que el mismo Karol Wojtyła es uno de sus autores más representativos.
Desde lo anterior, LE deja claro que lo más importante es el trabajo subjetivo, el sujeto del trabajo que es la persona. El ser humano con su actividad laboral crea, transforma y renueva la realidad e historia, a la vez que se realiza y desarrolla como ser humano en dicho trabajo (LE 6). Y es que nada ni nadie, ninguna realidad por más sagrada que se crea (ya sea la economía o el dinero-riqueza), puede ir en contra de la vida y dignidad del ser humano como es el trabajador. Así se nos revela en el Evangelio de Jesús (Mc 2, 27-28).
La persona es el centro, sujeto y protagonista gestor de dicha realidad laboral, social e histórica. “El trabajo está «en función del ser humano» y no el ser humano en «en función del trabajo». Es el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo” (LE 6). Por ello, frente a la entraña perversa del capitalismo, el trabajo con la dignidad y protagonismo del ser humano está antes que el capital. De ahí que “se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del «trabajo» frente al «capital». Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción. Respecto al cual, el trabajo es siempre una causa eficiente primaria. Mientras el «capital», siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental…Conviene subrayar y poner de relieve la primacía de la persona en el proceso de producción, la primacía del ser humano respecto de las cosas” (LE 12).
Más, como ha sucedido en la realidad social e histórica, el capitalismo pervierte este justo orden de valores. Negando a la persona trabajadora como “sujeto eficiente y su verdadero artífice y creador… en donde es tratado, a la par de todo el complejo de los medios materiales de producción, como un instrumento; y no según la verdadera dignidad de su trabajo, o sea como sujeto y autor, por consiguiente, como verdadero fin de todo el proceso productivo” (LE 7).
Tanto el capitalismo con su liberalismo económico, como esa mala respuesta que es el comunismo colectivista o colectivismo (capitalismo de estado), tienen la misma raíz perversa: el error del economismo. Lo que niega este valor y principio de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del ser humano sobre el capital y su conjunto de medios de producción (LE 13).
Frente a estas ideologías y sistemas economicistas como el capitalista o colectivista, la fe e iglesia defiende la propiedad para toda la humanidad, no únicamente para unos pocos ricos como impone el capitalismo, lo cual va en contra del principio del destino universal de los bienes (LE 14). Lo primero no es el derecho de propiedad privada, que no es un dogma ni un derecho absoluto e intocable, en contra de la esencia inmoral del capitalismo. Lo principal y clave es este destino universal de los bienes, que es “el primer principio de todo el ordenamiento ético-social” (LE 19).
El capital, la propiedad y los medios de producción “no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer. El único título legítimo para su posesión —y esto ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la propiedad pública o colectiva— es que sirvan al trabajo; consiguientemente que, sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de aquel orden: el destino universal de los bienes y el derecho a su uso común” (LE 13).
Nos sigue enseñando San Juan Pablo II que la propiedad, (por ejemplo) de los medios de producción, “resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias, que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la fecundidad social. Sino más bien de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral. Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres” (CA 43).
Por ello, para asegurar el trabajo humano y el acceso común a los bienes destinados a toda persona, hay que promover la socialización de los medios de producción (LE 13). La fe e iglesia fomentan así la economía social y cooperativa, con la copropiedad de los medios de trabajo, el protagonismo de las personas trabajadoras en la gestión y los beneficios de la empresa, el llamado «accionariado» del trabajo, etc. Esta socialización posibilita la subjetividad de la sociedad. Esto es, todo ser humano, basándose en su propio trabajo, es al mismo tiempo «copropietario» de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos…
En la línea de Santo Tomás de Aquino, es el argumento «personalista». El principio de la prioridad del trabajo respecto al capital, como postulado que pertenece al orden de la moral social. Y en donde, por medio de esta socialización de los medios de producción, se hace posible que el ser humano pueda conservar la conciencia de trabajar en «algo propio» (LE 14-15).
De esta forma, para esta distribución de los recursos con equidad, la clave de la ética social es la justa remuneración por el trabajo realizado. No existe otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que el constituido, precisamente, por la remuneración del trabajo. El salario justo se convierte así en la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico, de su justo funcionamiento. Es la verificación clave (LE 19).
En oposición a la naturaleza injusta del capitalismo, justo, es decir, intrínsecamente verdadero y a su vez moralmente legítimo, es aquel sistema de trabajo que en su raíz supera el conflicto del capital sobre el trabajo. Tratando de estructurarse según el principio expuesto: la sustancial y efectiva prioridad del trabajo, de la subjetividad del trabajo humano y de su participación eficiente en todo el proceso de producción. Y esto, independientemente de la naturaleza de las prestaciones realizadas por el trabajador” (LE 3).
Por lo que, como sigue afirmando San Juan Pablo II, se puede hablar justamente de lucha contra el sistema económico e ideología del capitalismo; ya que impone como método el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y de la tierra en contra de la libre subjetividad del trabajo de la persona (CA 35). Es lo que hace esa profunda corriente de solidaridad que es el movimiento obrero. Esas organizaciones de trabajadores y sindicales, que luchan ética e internacionalmente por la justicia con todos los pobres y los trabajadores de la tierra. Frente a todo este conflicto social que causa el capitalismo, explotando injustamente a los trabajadores u obreros del mundo (LE 8, 11).
Lo cual “es un importante valor y elocuencia desde el punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la degradación del ser humano como sujeto del trabajo. Y contra la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador. Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada por una gran solidaridad. Para realizar la justicia social en las diversas partes del mundo, en los distintos países y en las relaciones entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de las personas del trabajo y de solidaridad con los seres humanos del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de las personas trabajadoras y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre.
La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se encuentran bajo diversas formas; aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos come resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo —es decir por la plaga del desempleo—, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia” (LE 8).
Aquí debemos hacer memoria de todos esostestigos de la cuestión social u obrera, de los movimientos apostólicos obreros de la iglesia, auténticos pioneros del Evangelio del trabajo y de la pastoral obrera. Siguiendo a Jesús en el Espíritu, testimonios de esa iglesia pobre en la militancia por la justicia con los pobres y trabajadores. Liberándonos pues del pecado, egoísmo e ídolos de la riqueza-ser rico, del capital, tener, poseer, poder y violencia. Ahí tenemos, por ejemplo, al obispo Kettler y F. Ozanam, Mounier con el personalismo, S. Weil y L. Milani. Más directamente, Cardijn con la JOC, M. Arboleya y la HOAC en España conE. Merino, G. Rovirosa, T. Malagón o J. Gómez del Castillo.
Como se observa, en todo este humanismo con la DSI, se nos presenta la actividad del trabajo como creación, a la persona trabajadora como creadora. Y es que, en la dimensión teológica de la fe, el ser humano colabora con el Dios Creador que con su amor gratuito ha creado todo el cosmos, el mundo y la tierra (LE 4). Es toda una espiritualidad y ética del trabajo. “En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el ser humano, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador. Y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa… Esta descripción de la creación, que encontramos ya en el primer capítulo del libro del Génesis es, a su vez, en cierto sentido el primer «evangelio del trabajo». Ella demuestra, en efecto, en qué consiste su dignidad; enseña que la persona, trabajando, debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo —él solo— el elemento singular de la semejanza con Él. El ser humano tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo…” (LE 25).
Como nos mostraba ya Pablo VI, “creado a imagen suya, «la persona debe cooperar con el Creador en la perfección de la creación y marcar, a su vez, la tierra con el carácter espiritual que él mismo ha recibido». Dios, que ha dotado a la persona de inteligencia, le ha dado también el modo de acabar de alguna manera su obra; ya sea el artista o artesano, patrono, obrero o campesino, todo ser humano trabajador es un creador” (PP 25).
El mismo Dios en Cristo se encarna en una familia obrera y pobre, siendo Jesús un trabajador empobrecido que, en su misión del Reino de Dios y su justicia, nos revela con su actividad la entrega de la vida por el bien y salvación liberadora e integral (LE 26). Dios en Cristo asume así solidariamente el sufrimiento, la pobreza y la persecución hasta la cruz, debido a su actividad al servicio del Reino de Dios que nos trae la vida; con su encarnación y entrega pascual, Jesús nos regala la liberación integral en el amor y justicia con los pobres que nos lleva hacia la belleza de la trascendencia, de la eternidad, de los cielos nuevos.