Pobres, fe encarnada y liberación integral

“Cristo Señor ha indicado estos caminos sobre todo cuando —como enseña el Concilio— «mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre» (GS 22)…El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social —en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad— este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente conduce a través del misterio de la Encarnación y de la Redención” (RH 13-4). Este texto memorable de San Juan Pablo II que se encuentra en su primera y “programática” encíclica, en donde sigue la orientación conciliar del Vaticano II, nos manifiesta el sentido de la fe católica. La Encarnación de Dios en Jesús de Nazaret que asume toda la realidad, personal, social e histórica del ser humano para traer la salvación y liberación integral de Reino de Dios con su justicia con los pobres.

Nos sigue enseñando el Papa Santo, en su importante encíclica sobre la misión, que “el Reino está destinado a todos los hombres, dado que todos son llamados a ser sus miembros. Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado sobre todo a aquellos que estaban al margen de la sociedad, dándoles su preferencia, cuando anuncia la «Buena Nueva ». Al comienzo de su ministerio proclama que ha sido «enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18). A todas las víctimas del rechazo y del desprecio Jesús les dice: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6, 20). Además, hace vivir ya a estos marginados una experiencia de liberación, estando con ellos y yendo a comer con ellos (cf. Lc 5, 30; 15, 2), tratándoles como a iguales y amigos (cf. Lc 7, 34), haciéndolos sentirse amados por Dios y manifestando así su inmensa ternura hacia los necesitados y los pecadores (cf. Lc 15, 1-32). La liberación y la salvación que el Reino de Dios trae consigo alcanzan a la persona humana en su dimensión tanto física como espiritual. Dos gestos caracterizan la misión de Jesús: curar y perdonar. Las numerosas curaciones demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero significan también que en el Reino ya no habrá enfermedades ni sufrimientos y que su misión, desde el principio, tiende a liberar de todo ello a las personas.

En la perspectiva de Jesús, las curaciones son también signo de salvación espiritual, de liberación del pecado. Mientras cura, Jesús invita a la fe, a la conversión, al deseo de perdón (cf. Lc 5, 24). Recibida la fe, la curación anima a ir más lejos: introduce en la salvación (cf. Lc 18, 42-43)… El Reino tiende a transformar las relaciones humanas y se realiza progresivamente, a medida que los hombres aprenden a amarse, a perdonarse y a servirse mutuamente. Jesús se refiere a toda la ley, centrándola en el mandamiento del amor (cf. Mt 22, 34-40); Lc 10, 25-28). Antes de dejar a los suyos les da un «mandamiento nuevo »: « Que os améis los unos a los otros como yo os he amado » (Jn 15, 12; cf. 13, 34). El amor con el que Jesús ha amado al mundo halla su expresión suprema en el don de su vida por los hombres (cf. Jn 15, 13), manifestando así el amor que el Padre tiene por el mundo (cf. Jn 3, 16). Por tanto la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios. El Reino interesa a todos: a las personas, a sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud.” (RM 14).

Como ha enseñado asimismo antológicamente Pablo VI, “como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre… La Iglesia, repiten los obispos, tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización. Entre evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos.Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? Nos mismos lo indicamos, al recordar que no es posible aceptar "que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad” (EN 9, 30-31)

En esta línea, los documento relevante e ineludible de los Obispos Españoles, “La Iglesia y los pobres” e “Iglesia, servidora de los pobres" nos muestra como "el servicio a la liberación del pobre debe ser integral. Y, en consecuencia, «lo que debemos evitar siempre es hacer un uso parcial y exclusivista del concepto de liberación reduciéndolo solamente a lo espiritual o a lo material, a lo individual o a lo social, a lo eterno o a lo temporal»" (n. 24). "Cada cristiano y cada comunidad estamos llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres" (n.35). De ahí que, como nos enseña muy bien Benedicto XVI, “desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones, dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras” (CV 7)

Muchos más textos del magisterio de la iglesia se podrían exponer, en esta fecunda y transcendente enseñanza de la iglesia con su doctrina social (DSI), por ejemplo, del Papa Francisco como es el cap. IV de la EG o su reciente mensaje ecológico como es la LS. Todo ello nos muestra esta fe católica y encarnada en el mundo e historia, en donde se va realizando la salvación en el amor y la justicia con los pobres, en la liberación integral de todo mal, pecado, muerte e injusticia que culmina en la vida plena-eterna. No podemos aceptar ni asumir, pues, como a estas alturas de la historia de la fe y de la teología, existan fundamentalismos e integrismo de todo tipo, con sus espiritualismos desencarnados y sectarismos, que nieguen la realidad física y material (concreta e histórica) de la salvación que nos trae Jesús, el Verbo-Dios Encarnado; que se rechace el carácter social, económico y político de la liberación que nos regala la Gracia de Dios.

Se contradice así a la fe en la Encarnación de Dios en lo humano e histórico que es el lugar, la realidad donde nos encontramos con Cristo y su salvación liberadora en el amor, la paz y la justicia con los pobres, sacramentos de Cristo Pobre y Crucificado. Tal como nos enseña la Palabra de Dios en el Evangelio de Jesús (cf. Mt 25,31-46), que nos lleva a la liberación del pecado del egoísmo y sus ídolos del poder y la riqueza-ser rico que empobrecen, oprimen y excluyen a los pobres (cf. Lc 1, 46-55; Sant 5, 1-7). Ya los Padres de la Iglesia transmitieron todo lo anterior muy bien y, en este sentido, denunciaron que aquellos que negaban la Encarnación de Cristo en lo humano e histórico, eran los mismos que no practicaban la caridad solidaria y justicia con los pobres. Los Santos y Doctores de la Iglesia nos muestran que no se puede afirmar a Cristo en la Eucaristía si, al mismo tiempo, no se le reconoce en los pobres y oprimidos con una praxis solidaria de justicia con los empobrecidos; que no se puede seguir a Jesús y ser humano en los ídolos del poder y la riqueza-ser rico, del tener-poseer por encima del ser fraterno y solidario en el compromiso por la justicia con los pobres (cf. Juan Pablo II, SRS 31).
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