Cataluña: demasiada emotividad, menos racionalidad, y poca fraternidad
Perdidos ante tanta información, tanta opinión y exceso de imágenes. Así andan muchos ciudadanos que lo manifiestan abiertamente. Ya hemos perdido el hilo de la situación. La saturación mediática se ha entremezclado con un cierto morbo por los paseíllos en la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo, estaciones, aeropuertos y Bruselas. Evidentemente, si no fuera por la importancia del tema, el “off” ya hace tiempo que hubiera imperado en muchos ámbitos familiares. Y, como no, un cierto nivel de enfrentamiento, en Cataluña, en la calle y en las familias se ha instalado desgraciadamente. También, en muchos ámbitos familiares, laborales y amigos en el resto de estado español. Muchos se ha sentido instados o empujados a posicionarse. Esta es una breve descripción del estado de ánimo de mucha gente frente al conflicto actual entre Cataluña y España.
Está claro que el conflicto actual tiene raíces ancestrales, que, en Cataluña, se han nutrido del “humus” ideológico del “independentismo”, que ha desplegado sus tentáculos de manera, más o menos inteligente, en todas las áreas vitales, de acuerdo con los gobiernos de turno. Para muchos ciudadanos catalanes la aspiración a la independencia se les ha inculcado desde la más tierna infancia hasta convertirse en un credo. Y, junto a esto, el rechazo a lo español, y mucho más a lo español cercano. Este rechazo, vivido en silencio por muchos ciudadanos, ha terminado por explotar con tanta emotividad y virulencia como el sentimiento independentista. Por eso nos encontramos ante una crispación mayúscula y peligrosa.
Esta división ha provocado, desde hace mucho tiempo, una brecha en la sociedad catalana muy importante, y que se refleja siempre en las elecciones, particularmente, en las autonómicas. En Cataluña convivían tensamente hasta hace unos meses dos sentimientos de pertenencia muy enraizados en la sociedad: los llamados constitucionalistas y los independentistas. Ahora, mal-convivirán durante mucho tiempo, si no se pone remedio desde las instituciones catalanas más sensatas, estas dos partes del universo catalán. Esto es un hecho, que va a necesitar un trabajo intenso, por parte, entre otras Instituciones, de la Iglesia catalana, también dividida.
Analizando el conflicto, se percibe excesiva carga emotiva en demasiada gente, que ha sido alimentada por los políticos de turno. Esta emotividad ha obnubilado el juicio racional de muchos ciudadanos inteligentes y sensatos, que han caído en las redes de la racionalidad cortoplacista de algunos partidos políticos. No entro en la legitimidad de las aspiraciones de los unos y de los otros.
Una sencilla mirada a las distintas etapas del proceso actual, debería llevar a los principales actores a preguntarse ¿que ha ocurrido para llegar aquí y en qué hemos fallado? Pero no desde la racionalidad política, sino desde la racionalidad cívica y fraterna. ¿Qué hemos conseguido entre unos y otros? Esta tendría que ser la pregunta clave. Es evidente que a todos se le ha ido de las manos la situación, incluso los que la vaticinaban o la deseaban.
Unos y otros han querido crear universos interpretativos de la realidad con el fin de atraer los corazones de la gente. Estos horizontes de sentido contrapuestos han desembocado en una ruptura total y absoluta. Por eso, esas heridas no se curarán en unos meses. Tardarán años en cicatrizar y, probablemente algunas supurarán durante muchos, y otras sufrirán procesos gangrenosos. No creo que sea un análisis negativo, sino real.
La carencia más importante en este conflictos actual ha sido, por ambas partes, la falta de discursos de auténtica racionalidad, que hubieran reconducido el problema a sus justos términos. Han faltado posibilistas de lo real, y han sobrado atizadores de las brasas y tacticismos efímeros. Se han enfrentado dos lógicas absolutamente cerradas, sin tregua para el diálogo. Poseídos por lo que creían que era la verdad, su verdad, sin abrir ningún resquicio a la empatía, ni siquiera en nombre de quienes les han elegido para el bien común y social. Entre todos han quebrado gravemente la convivencia entre catalanes y, entre españoles y catalanes. Muy triste.
Probablemente, en estos momentos, la solución de las elecciones, convocadas por el gobierno de España, sea el inicio de una posible solución. Sin embargo, a medio plazo, en esa sociedad, se necesita “rebobinar” a fondo para encontrar “soluciones”, que respondan de la mejor manera posible a las legítimas aspiraciones de ambos lados. La radicalización sólo generará más violencia. El auténtico diálogo restañará heridas y generará fraternidad. Es necesaria mucha empatía y desterrar un posible revanchismo. En Cataluña, el Parlamento, que salga del 21 de diciembre, tiene una ingente tarea por delante.
La Iglesia catalana, desde su ascendencia en esa sociedad, puede ser un motor importante para aminorar la crispación y encontrar caminos de reconciliación. Nadie, ni siquiera en la Iglesia tiene que renunciar a sus posiciones pero, hoy, la prioridad es la paz. Extirpar el odio acumulado en los corazones y, recobrar la serenidad debería ser el camino, en este momento. Utopía de la buena, de la evangélica, que pasa por la reconciliación profunda y la oración. Nos hace falta a todos esa conversión a la que nadie puede renunciar por creerse que tiene razón.
Está claro que el conflicto actual tiene raíces ancestrales, que, en Cataluña, se han nutrido del “humus” ideológico del “independentismo”, que ha desplegado sus tentáculos de manera, más o menos inteligente, en todas las áreas vitales, de acuerdo con los gobiernos de turno. Para muchos ciudadanos catalanes la aspiración a la independencia se les ha inculcado desde la más tierna infancia hasta convertirse en un credo. Y, junto a esto, el rechazo a lo español, y mucho más a lo español cercano. Este rechazo, vivido en silencio por muchos ciudadanos, ha terminado por explotar con tanta emotividad y virulencia como el sentimiento independentista. Por eso nos encontramos ante una crispación mayúscula y peligrosa.
Esta división ha provocado, desde hace mucho tiempo, una brecha en la sociedad catalana muy importante, y que se refleja siempre en las elecciones, particularmente, en las autonómicas. En Cataluña convivían tensamente hasta hace unos meses dos sentimientos de pertenencia muy enraizados en la sociedad: los llamados constitucionalistas y los independentistas. Ahora, mal-convivirán durante mucho tiempo, si no se pone remedio desde las instituciones catalanas más sensatas, estas dos partes del universo catalán. Esto es un hecho, que va a necesitar un trabajo intenso, por parte, entre otras Instituciones, de la Iglesia catalana, también dividida.
Analizando el conflicto, se percibe excesiva carga emotiva en demasiada gente, que ha sido alimentada por los políticos de turno. Esta emotividad ha obnubilado el juicio racional de muchos ciudadanos inteligentes y sensatos, que han caído en las redes de la racionalidad cortoplacista de algunos partidos políticos. No entro en la legitimidad de las aspiraciones de los unos y de los otros.
Una sencilla mirada a las distintas etapas del proceso actual, debería llevar a los principales actores a preguntarse ¿que ha ocurrido para llegar aquí y en qué hemos fallado? Pero no desde la racionalidad política, sino desde la racionalidad cívica y fraterna. ¿Qué hemos conseguido entre unos y otros? Esta tendría que ser la pregunta clave. Es evidente que a todos se le ha ido de las manos la situación, incluso los que la vaticinaban o la deseaban.
Unos y otros han querido crear universos interpretativos de la realidad con el fin de atraer los corazones de la gente. Estos horizontes de sentido contrapuestos han desembocado en una ruptura total y absoluta. Por eso, esas heridas no se curarán en unos meses. Tardarán años en cicatrizar y, probablemente algunas supurarán durante muchos, y otras sufrirán procesos gangrenosos. No creo que sea un análisis negativo, sino real.
La carencia más importante en este conflictos actual ha sido, por ambas partes, la falta de discursos de auténtica racionalidad, que hubieran reconducido el problema a sus justos términos. Han faltado posibilistas de lo real, y han sobrado atizadores de las brasas y tacticismos efímeros. Se han enfrentado dos lógicas absolutamente cerradas, sin tregua para el diálogo. Poseídos por lo que creían que era la verdad, su verdad, sin abrir ningún resquicio a la empatía, ni siquiera en nombre de quienes les han elegido para el bien común y social. Entre todos han quebrado gravemente la convivencia entre catalanes y, entre españoles y catalanes. Muy triste.
Probablemente, en estos momentos, la solución de las elecciones, convocadas por el gobierno de España, sea el inicio de una posible solución. Sin embargo, a medio plazo, en esa sociedad, se necesita “rebobinar” a fondo para encontrar “soluciones”, que respondan de la mejor manera posible a las legítimas aspiraciones de ambos lados. La radicalización sólo generará más violencia. El auténtico diálogo restañará heridas y generará fraternidad. Es necesaria mucha empatía y desterrar un posible revanchismo. En Cataluña, el Parlamento, que salga del 21 de diciembre, tiene una ingente tarea por delante.
La Iglesia catalana, desde su ascendencia en esa sociedad, puede ser un motor importante para aminorar la crispación y encontrar caminos de reconciliación. Nadie, ni siquiera en la Iglesia tiene que renunciar a sus posiciones pero, hoy, la prioridad es la paz. Extirpar el odio acumulado en los corazones y, recobrar la serenidad debería ser el camino, en este momento. Utopía de la buena, de la evangélica, que pasa por la reconciliación profunda y la oración. Nos hace falta a todos esa conversión a la que nadie puede renunciar por creerse que tiene razón.