La historia nos dice que vincular obligatoriamente el ministerio “ordenado” con el celibato ha traído “inconvenientes muy perjudiciales” Hoy, San Juan de Ávila, patrono del clero casado y célibe

Todos los clérigos hispanos, célibes y casados, pueden celebrar su patronazgo

Hoy, nuestra Iglesia celebra la fiesta San Juan de Ávila (1499-1569). Es patrono del clero secular español. A este clero pertenecen también diáconos casados, presbíteros orientales católicos residentes en España y procedentes del anglicanismo y de otras confesiones cristianas. Amén de los cientos de españoles impedidos de ejercer por la ley celibataria. Todos pueden mirar al “Apóstol de Andalucía” como “maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico” (oración del día).  No cabe duda: todos los clérigos hispanos, célibes y casados, pueden celebrar su patronazgo.

Pronto, en 2026, se cumplirán los 500 años de su ordenación presbiteral. Su primera misa, en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), fue expresión clara del espíritu que le animaba: “invitó a comer a doce pobres, vende sus cuantiosos bienes, y los distribuye entre los necesitados”. Va a Sevilla para embarcarse hacia México con el primer obispo de Tlaxcala. El arzobispo hispalense, D. Alonso Manrique, admirado de valía misionera, le convence de que se quede a misionar en Andalucía.

El Concilio de Trento (1545-1563) se celebró cuando Juan de Ávila vivía su madurez apostólica. Durante 18 años, veinticinco sesiones en periodos discontinuos. El arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, quiso llevarle como teólogo personal, a la segunda sesión del concilio (1551). Sus achaques enfermizos lo impidieron. Pero le escribió un Memorial: “De la reformación del estado eclesiástico”. También en 1561, en la tercera sesión conciliar, tuvo D. Pedro Guerrero que conformarse con un segundo Memorial.

Leamos algún párrafo del primer Memorial:

“El camino usado de muchos para reformación… suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas... Mas como no haya fundamento de virtud en los súbditos para cumplir estas buenas leyes, y por esto les son cargosas, han por esto de buscar malicias para contraminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes” (Memorial I, 1).

“Si quiere, pues, el sacro concilio que se cumplan sus buenas leyes y las pasadas, tome trabajo, aunque sea grande, para hacer que los eclesiásticos sean tales, que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo; lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado; y aun harán más por amor que la Ley manda por fuerza” (Memorial I, 5).

“La gracia de la virtud de Jesucristo” es el Espíritu Santo. Expresamente lo dice en otro párrafo: “¡Gracias a Aquel que vino a trabajar para dar fuerza y ayuda para que la Ley se guardase, ganándonos con su muerte el Espíritu de la Vida, con el cual es el hombre hecho amador de la Ley y le es cosa suave cumplirla!” (Memorial I, 4).

Hoy estamos en condiciones de defender la tesis del santo de Ávila, en un sentido más inclusivo: también los sacerdotes casados pueden “ser tales que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo”. El Espíritu que nos habita tiene por fruto primero y principal el Amor de Dios, Amor “que hacer salir el sol y bajar la lluvia sobre justos e injustos”. Este amor, “vínculo de la unidad perfecta” (Col 3,14) y “plenitud de la ley” (Rm 13,10) “gobierna todos los medios de santificación, los informa (estructura y vitaliza) y los conduce a su fin” (LG 42).

La “gracia de la virtud de Jesucristo” es variada en dones para bien de la Iglesia y del mundo. Don, gracia, es necesaria para el ejercicio del ministerio “ordenado”. Este don o gracia es “la actitud y aptitud para animar, servir y unir a las comunidades” cristianas con el Evangelio, los sacramentos y el cuidado del Amor. Por tanto, la “gracia de la virtud de Jesucristo”, propia del ministerio eclesial no es el celibato por el Reino. Éste no es la gracia precisa, obligatoria, para dedicarse a la “vida apostólica”, y, mucho menos, para el seguimiento de Jesús. En todos los estados de vida puede y debe lograrse la santidad, el seguimiento en el Amor divino: “todos los cristianos son invitados y deben buscar la santidad y perfección de su propio estado” (LG 42).

Hoy conectamos más con la libertad que en el siglo XVI. Hoy percibimos con más claridad la inspiración de Juan de Ávila: “que more en ellos la gracia de la virtud de Jesucristo; lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado y aún harán más por amor de lo que la ley manda por fuerza...”.  La “virtud de Jesucristo” vive siempre en la libertad: “donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Cor 3,17).

Los dones del Espíritu no pueden imponerse. “La gracia” –lo dice la palabra- es una realidad dada gratuitamente. El celibato por el reino es un don del Espíritu, aceptado siempre en libertad. No puede imponerse en ningún momento de nuestra vida. Sólo el celibato opcional, aceptado y consentido, es digno del Espíritu de Dios. No podemos olvidar que el celibato es una excepción en una “tendencia creada” nuestra. Suspender su ejercicio en algún aspecto repercute en toda nuestra estructura personal. El celibato, por supuesto, no suprime la tendencia, pero supone renunciar a algunos de sus aspectos más importantes como la intimidad sexual y la procreación de una familia... Cercenar el pleno ejercicio natural es una excepción, un milagro moral, una cierta violencia contra la pulsión. “Violencia” que a veces es insoportable: desequilibrio personal, fomento del autoerotismo, represiones, compensaciones inhumanas de poder, de injusticia contra terceros (abuso de menores...) u otras aberraciones morales.

La historia nos dice que vincular obligatoriamente el ministerio “ordenado” con el celibato ha traído “inconvenientes muy perjudiciales”. De hecho, una parte de la Iglesia, la Oriental, ha tratado de solventarlo con el celibato opcional. La Occidental ha elegido, en palabras de san Juan de Ávila, “mandar que se guarde so penas o castigos...”. Ahí siguen los amancebamientos más o menos discretos, destierros, dramas personales sin salida digna, víctimas más o menos inocentes como las mujeres y los hijos...

Antes o después se comprueba si el don del celibato por el Reino es aparente, creído ingenuamente, o es cierto que Dios ha intervenido en nuestra “tendencia creada”, al igual que puede intervenir en las leyes físicas, alterando el orden natural. San Juan de Ávila cree que la “la gracia de la virtud de Jesucristo” puede superar los problemas que la ley eclesiástica no es capaz de superar. Por amor, fruto del Espíritu, “harán más de lo mandado”. Habría que matizar: siempre y cuando “lo mandado” no contravenga la ley natural, las tendencias creadas. Es posible la gracia de superación, pero eso es “gracia”, don que depende del Creador. Exigirlo de antemano para poder ejercer un ministerio es “tentar a Dios”, obligar a Dios con nuestra oración a que actúe según nuestra voluntad. Eso cuentan de san Juan Pablo II: preguntaba a los obispos por los seminaristas de sus diócesis. Si tenían pocos, les recriminaba que “no oraban suficientemente”.

La actitud cristiana es pedir la gracia, agradecerla y cuidarla cuando constatamos que nos ha sido concedida. Pero cuando se constata lo contrario, y nos visita la depresión, la amargura, el desequilibrio personal, la sensación de estar encerrados en una trampa... lo humano es buscar una salida digna. Permitir el ejercicio de la otra gracia, la de “animar, servir y unir a las comunidades” es voluntad ordinaria de Dios.

Castigar al pueblo de Dios a no poder celebrar la eucaristía porque Dios no ha concedido ministros célibes, es vengarse de Dios en su pueblo. San Juan de Ávila, con la mentalidad eclesial del siglo XVI, circunscrita por la ignorancia sobre el sexo y las relaciones humanas, resalta los “inconvenientes muy perjudiciales de que está lleno el matrimonio para los ministros de Dios”. Los sacerdotes casados, los procedentes del anglicanismo o de la Iglesia oriental, superan dichos “inconvenientes”. A estos últimos, el Vaticano II les reconoce “presbíteros casados muy meritorios” (`optime meriti´).

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