Ya en 1976 Eric Fromm, en su libro Ser o tener, nos advertía de que ambicionar, poseer o
tener no han de dar el sentido a la persona que somos. Pero nosotros creemos que
somos más, contra más tenemos y que, quien nada tiene, no es nadie. La cultura del
tener nos hechiza. Pensamos que somos el cargo que ocupamos o que los bienes
materiales son los que dan el sentido a nuestra vida.
Nos han educado para tener una casa, una pareja, unos hijos, pero nadie nos ha
enseñado que lo más importante de la vida es el ser. Es tan fuerte el materialismo de la
vida, que, como una atmósfera envolvente, se nos impone hasta difuminar y anular la
experiencia del ser. Nuestra sociedad actual nos ha enseñado que contra más posesiones
materiales tengamos, más valor como personas tenemos, es decir, que se es, porque
se tiene. Cuando realmente el valor de cada persona no debería estar condicionado por
los bienes materiales que posee, sin embargo, hoy en día, la sociedad está dividida por
diversos estatus sociales que separan a un grupo de personas de otro, que se establece
por los bienes y posesiones que se tiene.
El tener y el ser son conceptos que muchas veces confundimos porque solemos
verlos como complementarios, como codependientes o como causa y consecuencia el
uno del otro, sin embrago estos dos conceptos son opuestos en cuanto a su origen, el
primero tiene que ver con posesión y propiedad en relación con el mundo. En cuanto ser,
hace referencia a la verdadera naturaleza, a la verdadera realidad de una persona o cosa.
El consumismo, como principal base en el que se apoya el tener, es un “devorador”
de la sociedad en general, desde tener cosas para vivir cómodamente hasta poseer
bienes y riquezas que procuren abastecer todo cuanto el deseo y el placer pudieran
imaginar. La enfermedad de la sociedad en la que vivimos es la pérdida de la razón de la
existencia por las posesiones. Ya no se tiene para vivir, ahora se vive para tener. No se
tiene miedo a morir, sino a perder lo que tenemos, el temor a perder mi cuerpo, mi ego,
mis posesiones y mi identidad, de enfrentarme al abismo de la nada, de “perderme”.
La felicidad no depende de lo que tenemos, sino que consiste en vivir plenamente
cada uno de los instantes que nos brinda el presente. La ambición de poseer nos
satisface durante un tiempo, pero su hambre es insaciable. Siempre queremos más y
más, convirtiéndonos en víctimas insatisfechas, sin darnos cuenta de que las cosas
terminan poseyéndonos. Si soy lo que tengo, y si eso lo puedo perder entonces cabe
preguntarse ¿quién soy? Por eso vivimos con permanente temor a los ladrones, a las
revoluciones, a los cambios económicos, a la enfermedad, a la muerte, a la libertad, a la guerra, a lo
desconocido, etc. Esta situación provoca un continuo estado de preocupación, nos
volvemos desconfiados. En el modo de ser no hay cabida para el miedo a perder lo que
se tiene, si soy lo que soy, nadie puede amenazar mi seguridad ni mi identidad.
La paz sólo podrá lograrse cuando predomine la orientación de ser, pensar que
puede preservarse la paz mientras se fomenta el lucro no es más que una ilusión. Lo
mismo puede decirse de la guerra entre las clases, entre explotadores y explotados, que
existe en las sociedades donde impera la codicia.
Así, contra más cultivemos nuestro espíritu, nuestro ser, menor será lo que
poseamos, y en consecuencia se reducirá el temor a morir, pues enfocaremos nuestra
existencia en vivir. La tarea que cada uno de nosotros tiene es realizarse según la
persona que somos, y no según la manera materialista del tener. Y, ¿cómo conectar con
el ser que somos? En primer lugar, abandonando el modo de tener, que nos aferra a las
pertenencias y a nuestro ego, para que pueda surgir el modo de ser. Para ser es
necesario evitar el egoísmo y el egocentrismo, pero para muchas personas, renunciar a la
orientación de tener, les provoca angustia, sin darse cuenta de que al dejar de apoyarse
en las propiedades pueden empezar a utilizar plenamente sus fuerzas y caminar por sí
mismos. Y en segundo lugar «haciendo silencio»: Hay que entrar en el interior de
nosotros mismos para escuchar al Maestro interior que habita en lo más profundo de
nuestros corazones. Dedicando cada día un tiempo para este silencio interior, que nos
habla, y nos hace descubrir grandes cosas, que intuimos para el camino de nuestro
desarrollo personal, es decir, de nuestra vocación.