Ante el ruido en el que estamos sometidos, las tecnologías, la competitividad, la hiperestimulación, la interioridad se convierte en una especie de refugio, de nostalgia de Dios, ya que no hay fe sin interioridad, pero puede haber interioridad sin fe. Y es el silencio el que abre nuestro interior. “Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos”.
La experiencia de Dios no es algo automático que acontece como consecuencia de un determinado nivel de nuestra conciencia personal. Por el contrario, precisa siempre de la acogida de una Presencia que nos lleva más allá de nosotros mismos. Nuestra verdadera identidad se descubre y consolida en referencia al Misterio divino. Así, vivir desde el interior implica salir de la inmediatez para descubrir la realidad desde una nueva perspectiva. Supone una larga tarea de integración personal en este lugar de sabiduría y discernimiento donde se saborean las cosas de Dios y donde se perciben los movimientos de nuestros afectos y el soplo del Espíritu con sus impulsos e invitaciones. En definitiva se trata de una interioridad habitada en un encuentro y en una progresiva compenetración en el amor con Jesucristo. Y, de esta manera, se puede vivir la interioridad y el mundo social, considerado no como un mero espectáculo, sino como acontecer que nos afecta, como historia herida y mundo de rostros, como lugar de solidaridad y justicia, como espacio de interioridad y trascendencia. (Cf. Mª. J. MARIÑO, “Recuperar el corazón”, Revista de espiritualidad, 75 (2016) 161-187).