"¡Ay de mí! Estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros!"
Así expresó su primera reacción el profeta Isaías al tener esa visión, al tener la claridad de encontrarse con Dios, con la voz de Dios. Pero, escuchando esa voz de Dios en su interior, pudo responder a su llamado: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía?”. Y el profeta respondió: “Aquí estoy, Señor, envíame”.
¿Cómo podemos adquirir esta manera de responder claramente a lo que Dios quiere en mi vida? Primero, como lo hace Isaías, reconociendo la propia condición humana frágil.
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Por eso, siempre al inicio de la Eucaristía, es lo primero que la Iglesia nos invita a hacer: tomar conciencia de que no somos superhéroes, hombres de acero. No, somos de carne y hueso, con una serie de potencialidades, capacidades, pero también con flaquezas y fragilidades.
¿Qué es lo que nos hace fuertes? La relación íntima con Dios. Es así como podremos también nosotros responder, como Isaías, a la pregunta: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía? Podremos también nosotros decirle al Señor, si tomamos conciencia de nuestra fragilidad, y del llamado que Él hace a nuestra vida, de lo que nos pide hacer: “Aquí estoy, Señor, envíame”.
Pero, además de este primer paso tan importante, el apóstol San Pablo, en la segunda lectura, nos indica otro elemento fundamental para complementar esta fortaleza espiritual, que debemos desarrollar en nuestro interior. Dice: “Este Evangelio los salvará si lo cumplen tal y como yo lo prediqué”.
El primer elemento que ofrece San Pablo es lo que estamos haciendo: escuchar el Evangelio, la Sagrada Escritura, y ver qué es lo que Dios está sembrando en nuestro interior, en nuestro corazón, al escuchar esta Palabra. Así descubriremos la voluntad de Dios para nosotros y, como Pablo, podremos responderle, podremos decirle al Señor: “Aquí estoy, Señor, envíame”.
Pero, además, nos invita el Apóstol San Pablo a reconocer la gracia que Dios nos ofrece. No solo nos da una misión, un encargo, sino, sobre todo, nos da la fortaleza interior, y eso hay que tomar conciencia. Ya cuando se tiene este paso dado, podemos entonces tomar la firme decisión de seguir a Jesucristo.
Hoy, aquí entre nosotros, tenemos expresiones de la vida consagrada, por ejemplo, en diferentes carismas: unos para trabajar con las personas vulnerables, en los hospitales, otros en la formación, en la educación, en las escuelas, otros en la caridad, otros, finalmente, en la intimidad de la oración en la vida monacal. Pero si cada uno descubrió en su interior qué carisma Dios le ha suscitado, y lo sigue y le da la respuesta como Isaías, tendremos la fortaleza interior para llevar a cabo la misión de nuestras vidas.
Y esto que sucede en la vida consagrada también debe y debemos promoverlo en la vida de toda familia católica. Padres, hijos, abuelos, nietos, tenemos esta gran responsabilidad de transmitir la fe a las nuevas generaciones.
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Quizá nos sintamos impotentes, como se sintió en el Evangelio que escuchamos hoy a Pedro: “Señor, ya hemos pescado, pero no hemos logrado nada”. “Echen las redes a la derecha”. Las echaron a la derecha y las llenaron de peces.
Pedro siguió las indicaciones de Jesús, y desde entonces, Pedro se asustó a tal punto que dijo: “Aléjate de mí, Señor, apártate, soy un pecador”, El reconoció: Tú eres una persona divina. Pero precisamente porque así lo reconoció, Jesús le respondió: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Luego, llevaron las barcas a tierra, y dejándolo todo, lo siguieron.
Nuestra respuesta no debe estar simplemente condicionada a lo que nosotros percibimos en primera instancia: nuestra debilidad. No, nuestra primera instancia debe ser mirar a Dios. Ahí está el valor de la oración: dirigirnos a Él, mirarlo en la cruz o mirarlo a través de María: en su ternura y en su amor.
Él estará pendiente de nosotros si nosotros asumimos la vocación que va sembrando en nuestro interior. Debo recordar, porque quizá alguno piense que casarse en el matrimonio no es una vocación, sino una simple decisión mía. Ciertamente es una vocación muy hermosa también, a la cual hay que responderle a Dios.
Pidámosle, pues, en este día a Dios, nuestro Padre, por intercesión de Nuestra Madre, María de Guadalupe, por la vida consagrada que hoy celebramos, pero también por todos los cristianos, para que sepamos transmitir el testimonio de fortaleza espiritual y llevar a cabo la misión que el Señor ha dado a cada uno de nosotros.
Madre nuestra, María de Guadalupe, en este Año Jubilar que estamos iniciando, te pedimos muevas nuestro corazón para aprender a escuchar las enseñanzas de tu Hijo Jesús, y en ese camino tomemos conciencia, de que necesitamos conocer y meditar más las enseñanzas de tu hijo, leyendo y meditando los evangelios, para alcanzar la promesa de la vida eterna, y habitar para siempre en la Casa de Dios Padre.
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Ayúdanos a responder positivamente como lo hizo el profeta Isaías, y decirle a tu Hijo Jesús: “Aquí estoy Señor envíame”. Y conscientes que somos miembros de un mismo cuerpo y de nuestra disponibilidad para cuidar unos de otros, logremos ser capaces de compartir con los más necesitados, y de proceder con justicia en todas nuestras responsabilidades, para testimoniar en el mundo de nuestro tiempo, que Cristo camina y vive en medio de nosotros.
En este día estamos aquí contigo todas las expresiones de Vida Consagrada presentes en nuestra Arquidiócesis, que te expresan su decisión de seguir anunciando a tu Hijo Jesús, mediante los diferentes carismas de su Orden o Congregación. Invocamos tu auxilio en favor de todas las familias en nuestra patria querida, para que encontremos los caminos de reconciliación y logremos la paz en el interior de cada hogar, y en la relación de unas con otras, en las vecindades, cotos y departamentos, y especialmente en nuestra manera de comportarnos al transitar por las calles y los comercios.
Todos los fieles aquí presentes este domingo nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza.
¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.
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