El concierto. Sonrisas y lágrimas para el milagro de la armonía
Se confirma, Radu Mihaileanu sigue siendo un cineasta de garantía desde el punto de vista del cine espiritual. Películas como “El tren de la vida” (1998), la emocionante “Vete y vive” (2005) y ahora “El concierto” se plantean la cuestión de Dios, en este caso tras la búsqueda de la armonía en un mundo convulso.
Lo acertado de este cineasta rumano, que huyó con 22 años de la dictadura de Ceaucescu, es la combinación de amabilidad, denuncia, entretenimiento y profundidad antropológica. A través del género fronterizo de una comedia dramática realiza la denuncia de la violación de los derechos humanos en el comunismo soviético, planteada más como una desviación de lo humano que como una cuestión política. Porque en definitiva, el interés de sus personajes siempre se concentra en la posibilidad de girar el alma hacia la bondad.
El protagonista, Andrei Filipov (Alexei Guskov), es un antiguo director de orquesta del Bolshoi represaliado y que en la actualidad ejerce de limpiador en el mismo teatro. Las circunstancias le ofrecen la posibilidad de reconstruir su vieja orquesta para tocar en París, en el Teatro de Châtelet, el Concierto para violín y orquesta de Tchaikovsky. A su lado su amigo Sacha (Dimitri Nazarov) el violonchelista convertido en conductor de ambulancias, que le ayudará en esta peripecia en la que todo se va complicando desde lo grotesco a lo irónico, desde lo surrealista a lo poético. Lo extraño es que tienen que pedir la ayuda de su represor, un comunista a lo Pepone que se llama Iván (Valeri Barinov), que treinta años antes, en la época de Brezhnev, suspendió este mismo concierto por la negativa de la orquesta y su director a expulsar a los músicos judíos. Como solista piden la colaboración de una joven violinista Anne-Marie -en un papel en que Mélanie Laurent luce con esplendor- que tiene un extraño misterio que se irá desvelando como la intriga que sostiene la tensión narrativa.
Este enredo marxiano (de los hermanos Marx) se conjuga con el humor gitano de Emir Kusturica para terminar criticando tanto al comunismo soviético como a la corrupción mafiosa de la actualidad rusa. Pero en medio del peso dramático, de la violencia destructora y manipuladora de la libertad, siempre quedan las personas a las que la peripecia termina salvando.
El luchador aunque enfermo de culpa Andrei, la inspirada pero frágil Anne-Marie, el bondadoso pero fracasado Sacha irán saliendo hacia la luz. Incluso el obcecado comunista Iván terminará rezando a un Dios en el que no sabe si creer. Y todo ello en la búsqueda de la armonía que supone el equilibrio entre lo personal y lo comunitario, entre individio y sociedad, entre el músico y la orquesta. Esta armonía se logra cuando alguien inocente e inspirado conduce a todos hacia arriba en una apertura decididamente trascendente hacia Dios. Que no deja de ser el Alquien escondido que opera el milagro de esa armonía.
La adaptación del Concierto de Tchaikovsky será el ritmo y el movimiento que conduce hasta esta belleza que puede salvar a las personas que se siente tiradas hacia arriba en una misteriosa unidad en medio la enorme variedad de la orquesta, que tan magistralmente reflejó Fellini en su genial “Ensayo de orquesta” (1979). Como si el caos de la vida necesitará un director más allá de la fragilidad y del odio. Alquien que sostenga definitiva y eternamente el Amor. Y en esto Radu Mihaileanu es decicidamente judío, y por lo tanto creyente.