Israel, en su 60 aniversario (Por I.O.)

El 14 de mayo de 1948, se proclamaba el Estado de Israel. Se hacía realidad con ello el sueño sionista de conseguir una patria para el maltratado pueblo judío, perseguido durante siglos, especialmente en Europa, tierra a la que los judíos habían contribuido tanto y que les respondió con el asesinato de un tercio de sus miembros. La barbarie nazi hizo inexcusable la necesidad de un lugar de refugio para los supervivientes de las destrozadas comunidades judías de Europa central y oriental. La magnitud del desastre hacía inviable la reconstrucción de las comunidades locales (en localidades donde vivían 30.000 judíos podían quedar 2 ó 3 supervivientes) y el odio brutal del que seguían siendo objeto desalentaba radicalmente todo intento de construir una vida judía en esos países (después de la guerra, aún hubo en Polonia una matanza masiva de judíos). Miles de supervivientes estaban hacinados en los campos aún después de la derrota nazi y necesitaban urgentemente un lugar en el que olvidar la tragedia y reconstruir sus vidas. El Estado de Israel pasó de ser una reivindicación sionista a ser, pura y simplemente, una necesidad para un pueblo maltratado y un deber moral para la comunidad internacional.

La historia que ha venido después es bien conocida, al menos en sus rasgos principales. El conflicto con la población árabe local, que reclamaba su justo derecho a una tierra que habían habitado por siglos (además de los inmigrantes árabes que vinieron a principios del siglo XX); el conflicto con las emergente potencias árabes, que encontraron en el joven Estado una excusa para crear un enemigo común y un modo de fomentar sus intereses; los intereses contrapuestos de las grandes potencias, el inicial apoyo soviético a Israel y la posterior enemistad; la alianza de Israel con Estados Unidos, sobre todo a partir de 1967; los desplazados y refugiados árabe-palestinos y el final de tantos núcleos de población árabe; los refugiados judeo-árabes que vinieron huyendo del Yemen, de Libia…; las guerras de 1948, 1967, 1973…; la injusta ocupación israelí de Gaza y Cisjordania; la política de asentamientos; la presión a la que es sometida la población civil israelí; la necesidad urgente de una paz necesaria para todos y que conforme más urgente se presenta, más lejana parece estar. Una historia compleja de la que todos tienen una cierta idea, aunque teñida de viejos prejuicios. En Europa, y especialmente en España, la posición más extendida a favor únicamente de los palestinos no deja de tener un cierto tufillo antisemita (qué casualidad, que un país tan racista con los árabes cambie justo de opinión cuando los implicados son judíos). En realidad, la causa palestina se ha convertido en el traje respetable del viejo antisemitismo, que parece no haber perdido la vergüenza. (Cierto es también que en las posturas proisraelíes se encuentra mucho de la teoría nefasta del “Choque de Civilizaciones” y de un proocidentalismo antiárabe simplificador, pero esta postura es más común en otros países, como Estados Unidos).

Sin embargo, Israel es más que la historia de su guerra continua. Es también la historia de un estado formado a partir de comunidades tan dispares como los judíos alemanes y los judíos yemeníes, de judíos ultraortodoxos observantes, de judíos reformistas y de judíos laicos. Es la historia de un país que ha logrado ponerse en la primera fila, que tiene unas universidades de primera y que ha logrado la relevancia en todos los campos intelectuales. Es la historia de la recuperación exitosa de una lengua milenaria para el uso común. Es también la historia de un país con tensiones sociales específicas, las que separan a los judíos laicos o reformistas de los judíos observantes, con privilegios para los segundos que incomodan o irritan a los primeros, o las tensiones que separan a los judíos de los árabes israelíes, incluyendo discriminaciones legales que han sido justamente denunciadas por organizaciones de derechos humanos.

Es mucho lo que los gobiernos de Israel tienen de responsable en esta situación. Es más, cabe decir que tienen una parte considerablemente mayor de responsabilidad. Pero esto no ha de hacer perder la perspectiva de que a Israel le asiste también su parte de razón. En especial, es preciso reconocer sin ambigüedades la legitimidad de la creación y de la existencia del Estado de Israel, así como el derecho y la necesidad de fronteras seguras, unas fronteras que habrán de garantizar también el derecho a que los palestinos tengan, por fin, la posibilidad de construir su futuro y su país en libertad. En nada ayuda reeditar el viejo y repulsivo odio contra los judíos, y menos con la vergüenza del Holocausto en las espaldas de Europa. Israel cumple 60 años, y sus habitantes tienen derecho a que sus hijos y nietos puedan celebrar indefinidamente muchos más aniversarios. Hacer valer la justicia de una vez con los palestinos es camino imprescindible (y para ello la responsabilidad de los judeo-israelíes es capital), pero lo es también que se olvide para siempre toda tentación de “echar los judíos al mar”. También es preciso que, desde Europa en general y España en particular, se deje de simpatizar más o menos disimuladamente con quienes aún sueñan con la destrucción de un país que se ha convertido, pese a todas sus ambigüedades y sombras, en el ejemplo de un pueblo que ha sabido levantarse de su humillación y reconstruir su futuro. Ahora sólo queda que ese futuro se continúe construyendo en paz y justicia con sus vecinos.
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