Un alma pura
“Un hombre llamó a la puerta del paraíso. -¿Quién eres?-, le preguntaron desde dentro. –Soy un judío-, respondió. La puerta permaneció cerrada. Llamó de nuevo y dijo:-soy un cristiano-. Pero la puerta siguió cerrada. El hombre llamó por tercera vez y le volvieron a preguntar: -¿Quién eres?- Soy un musulmán- La puerta tampoco se abrió. Siguió llamando. - ¿Quién eres?- le preguntaron. –Soy un alma pura- contestó. Y la puerta se abrió de par en par”.
El párrafo anterior lo escribió Mansur al Hallaaj, un místico y poeta musulmán. Fue en el siglo IX, pero es un texto tan actual como cuando se escribió; un texto para la eternidad.
El alma pura no está en una religiosidad formalista, los actos de culto, los ritos sin alma, la ostentación o las adhesiones exteriores. Porque el culto sin moral es vanidad, del mismo modo que la oración sin una vida coherente es hipocresía.
La pureza del alma nos irradia de bondad; nos orienta a ser y actuar desde unos principios éticos; nos impulsa a actuar con amor efectivo. Y eso no es exclusivo de las personas creyentes.
La bondad, dijo la Madre Teresa, es el único lenguaje que entiende la humanidad entera. Creyente y no creyente.
Hay personas que creen que no creen, pero que viven una existencia justa, íntegra, coherente y generosa. Personas que, conscientes de sus limitaciones, aceptan las limitaciones de los demás. Que hacen suyas las palabras de Gandhi respecto a las relaciones interpersonales: “Puesto que yo soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio”.
Los creyentes tenemos la ventaja de sentirnos guiados, queridos y protegidos. Pero es, a su vez, una ventaja que aumenta nuestro nivel de exigencia, compromiso y coherencia.
Es mi deseo de bondad para Irene, en su cumpleaños, y de bienvenida anticipada a la hija que lleva en sus entrañas.