30 grados con un 70% de humedad en la madrugada... Qué bonita es la selva, con su clima peculiar Calorazo
Noto cómo las gotas de sudor van resbalando por mis piernas, bajo mis pantalones. Es un bochorno pegajoso y persistente al que no te puedes enfrentar porque te rodea, te sancocha, se cuela por todas partes y te exprime lentamente.
Escribo a las 2 de la madrugada porque no puedo dormir. Todo el día hizo un calor espantoso, y a esta hora el termómetro de mi cuarto marca unos aterradores 30 grados con un 70% de humedad, y mejor no mirar la tabla de sensación térmica para no agobiarse más y porque no hace falta: el ambiente es asfixiante y la noche muy larga.
Leo en Facebook que “hoy 23 de septiembre Iquitos amaneció con una temperatura mínima de 25 grados centígrados y una máxima de 36”, y doy fe: a las 6 de la mañana, con el sol apenas asomando, la impresión era amenazadoramente tórrida. Estás sudando al levantarte y así será durante toda la alegre jornada de verano amazónico.
Prendemos los ventiladores del techo (estamos de retiro para los misioneros del Vicariato, en la casa Kanatari) pero casi es por gusto. Las botellas de agua se empinan y las franelitas dan pasadas una y otra vez por las frentes sudorosas. El sol se eleva, implacable, y arrasa literalmente con todo, abrasando gente, motocarros, derritiendo el asfalto, burlándose de gorros o sombrillas. Es tremendo.
Noto cómo las gotas de sudor van resbalando por mis piernas, bajo mis pantalones. Es un bochorno pegajoso y persistente al que no te puedes enfrentar porque te rodea, te sancocha, se cuela por todas partes y te exprime lentamente. Hay que acordarse de beber, aunque no tengas sed, si no quieres deshidratarte. La ropa queda completamente embebida en sudor, hay que tenderla antes de meterla en la bolsa de ropa sucia.
Las horas de la siesta son particularmente sofocantes, aunque logré adormecerme un rato. Los techos de calamina crepitan y reverberan, multiplicando el ardor. Perseguiremos como yonquis una brizna de aire en movimiento, un rincón sombrío que nos alivie, el abanico momentáneamente paliativo. No hay cómo sobrellevar esta calorina.
Anochece y observo cómo la gente saca las sillas y butacas a la puerta de las casas buscando un poco de fresco, como en la mejor tradición de nuestros pueblos extremeños. Pero ni modo: el sofoco pertinaz anuncia una noche como la que estamos padeciendo. La cama quema, la almohada se empapa, el flujo del ventilador incomoda al chocar contra mi piel mojada… Al menos acá hay electricidad, ¿cómo deben estar los pobres de las comunidades?
Me levanto y casi puedo palpar en la oscuridad la atmósfera densa, tórrida y pesada. Bajo el flexo de la mesa, miro mis brazos perlados de sudor mientras tecleo, mis hombros están chorreantes, noto picores por el cuerpo, que protesta por este calorón impropio y desmesurado. Insoportable de veras.
Se me acaba la página y creo que iré a estirancarme a la mecedora, que es de tiras plásticas y deja correr un poco el aire por la espalda y los riñones, a ver si agarro un hilo de sueño antes de que amanezca. O tal vez me doy una ducha fresquita antes; ajá, eso mejor.
…
Nada. Ahora son las 4:45, casi la hora de levantarme. Sumando todas las mijinas de cabezada, no habré pegao la pestaña ni una hora, vaya nochecita. Pero yo tranquilo, sin renegar, aceptando la situación y descansando lo más posible. Voy a prepararme un café (no muy hirviente) y en marcha. O mucho me equivoco, o a este bruto calor seguirá un lluvión tropical más pronto que tarde. Qué bonita es la selva, con su clima peculiar, ¿no? Sí: la amo.