Domingo en Lobón
Así que, sin que nadie me conociera, allí me encajé. No había demasiada gente porque la víspera había habido un funeral de mes por una persona joven (las cosas de los pueblos), se trataba de la misa normal del domingo con un par de detallitos: la bendición de una imagen de San Judas Tadeo (con todo y cuerno) y el obsequio prometido. De modo que salí, me presenté en treinta segundos y todo discurrió como de costumbre allí. La homilía trató sobre el evangelio, y fue breve; los lectores, el pequeño coro... como siempre. Me gustó la proyección en una pantalla de las oraciones y cantos de la misa, estaba muy bien hecha y era muy pedagógica, se lo curran. Todo el tiempo me sentí muy cómodo; si acaso sufrí un poco por el seseo (parezco de Fuente del Maestre) o por "el Señor esté con ustedes", que a veces se me escapa.
Llegó el momento final. Casimiro salió a explicar que los críos que este año han hecho la primera comunión, junto con sus padres, habían decidido regalarme la mitad de lo compartido aquel día "para ti, para lo que tú creas conveniente". Un grupo de zagales subió a hacerme entrega de un sobre y yo a mi vez les ofrecí unos llaveros con motivos de la selva para ellos y sus compañeros que no estaban. Luego hablé tres minutos en los que agradecí, conté en una pincelada dónde estoy y cómo es más o menos la misión del Yavarí, y pedí oraciones por los misioneros. Ahí nomás. Sin grandes ceremonias.
Ya en la sacristía, cuando Casi y yo nos estábamos despidiendo, entró una señora a preguntarme si podía esperar una mijita, que ella también quería traerme su colaboración; y luego llegó un pareja, muy serios, de la junta directiva de la Hermandad de la Virgen de la Asunción, patrona del pueblo, diciendo que "hemos sabido que venía usted hoy, y queremos también darle un donativo de parte de la Hermandad". Me pasaron su sobre muy discretamente, casi con rubor, y yo lo recibí con más roche todavía, sin saber apenas qué decir porque no tengo en mis registros palabras adecuadas para estos casos. Y eso que no sabía las cantidades; más tarde descubrí que, entre unos y otros, llevé un pastizal.
¿Tú le zamparías un sobre con dinero a un desconocido? Mientras el carro devoraba los kilómetros yo cavilaba sobre lo que había pasado. Sobre lo que suponen para mucha gente los misioneros, y el hecho de que yo lo soy, aunque no me lo acabe de creer. Sobre la responsabilidad tan enorme de que personas, sin conocerte, confíen en ti hasta el punto de compartir a fondo perdido; y la desproporción sideral entre el signo que llevo puesto y mi verdad, entre la vasija de barro y el tesoro, entre la entretela de mi persona, hecha de limitación y pecado, y la gracia que Dios me ha dado, tan hermosa... y a veces tan pesada.
Si supieran, seguramente no serían tan espléndidos. Pero ellos no me dan a mí, dan a la misión, a la Iglesia en salida, a quienes entienden que intentan comprometerse por los más pobres, y es para ellos esa plata. Mi insignificante persona es un pequeño instrumento que pasaba por allí. Gracias a la gente de Lobón y a su párroco Casimiro. Me encantó su generosidad modesta y eficaz, evangélica hasta las trancas, sigan así. Sin aparatos ni postizos: el protagonista es Diosito lindo y solo Él. Y por cierto, ahora que tienen por allí a San Juditas, intercesor de las causas difíciles, pídanle por mí, que buena falta me hace.
César L. Caro