Durante dos días, la gente acude al cementerio para orar por sus seres queridos y compartir comida y bebida Fiesta de los difuntos en Pevas
A menudo los refrigerios se colocan justito encima de las tumbas, y cuando voy con el agua para bendecirlas me encuentro con rajas de sandía o jarras de refresco que he de esquivar. Me hace bien el contacto con la fe sencilla de este pueblo, heredada de sus mayores y transmitida con naturalidad, a su manera.
¿A quién se le ocurre ir a visitar Pevas en el fin de semana de los Tosantos y Difuntos? Si se trata de relajarte y descansar, al que asó la manteca. Pero si es para sentirte cura de pueblo, a mí. Porque Pevas es lo más parecido a Valencia o a Santa Ana que he encontrado por estos selváticos andurriales.
La misión de Pevas es antigua, data del año 1735 nada menos. Igual que Caballo Cocha, fue “heredada” por el Vicariato cuando se creó, desgajado del de Iquitos, en 1945. Es pues una iglesia con tradición de siglos y eso se nota en muchos detalles, algunos más intangibles que otros. Uno de ellos es lo arraigada que está la celebración del día de los Difuntos y el estilo popular de celebrarla.
No es uno, sino dos días: el primero dedicado a los niños y bebés difuntos (lo que da idea del habitual altísimo índice de mortalidad infantil en la selva), y el segundo a los adultos. La gente se va al cementerio a partir de mediodía, aunque este año se retrasaron un poco a causa del fuerte calor. Las hermanas Erika Santiago, Dolores Gómez y Rosalba Soto, religiosas Esclavas Misioneras de Jesús, y yo comenzamos el recorrido orando en la tumba del jesuita Adam Whitman, justamente el fundador del puesto de misión en el siglo XVIII. Sepultura que por cierto está pidiendo a gritos (en sentido figurado, claro, si no qué susto...) adecentamiento y mejora.
Cada familia va llegando donde reposan sus seres queridos. Como acá se conserva la costumbre de sepultar en la tierra, se ven machetes para arreglar y limpiar de hierba los lugares. Nos van llamando para que vayamos a orar por sus muertitos, y desde el principio observo bastante comida: melón, gaseosa, caramelos, chicha, pan, gusanitos, bocaditos… Parece que el hábito de comer junto a los difuntos, que ya tenían los romanos, es bastante universal.
Vamos armando una pequeña celebración con un cantito, evangelio, peticiones, padrenuestro, oraciones de despedida, bendición y canto final. De pie bajo el implacable sol de las dos de la tarde hemos de cubrirnos con la sombrilla además de echarnos bloqueador. A la quinta o sexta parada voy comprendiendo el porqué de las diferencias de tarifas en los antiguos responsos: cuanto más largos y profusos, más caros los cobraban. Nosotros vamos haciéndoles liftings a medida que nos vamos cansando, porque esto es una chamba completa.
Menos mal que en cada estación invitan a tomar alguito a todo el que se acerque. A menudo los refrigerios se colocan justito encima de las tumbas, y cuando voy con el agua para bendecirlas me encuentro con rajas de sandía o jarras de refresco que he de esquivar. Hay niños por todas partes a ver qué pillan, y ahí hallamos algunos ayudantes eficaces como Luis Alfredi y Ángeles, y otros terribles como Alexia y Mateo que nos aturden y nos hacen reír a partes iguales.
Estando en plena faena responsorial resulta que acontece un entierro, traen el féretro con un señor que había fallecido repentinamente el día anterior. Me vienen a buscar, “¿padre, por favor, pueden hacer unas oraciones?”. Nos acercamos al hueco recién cavado, rodeado de una muchedumbre con cara de circunstancias. Tras el ritual, los llantos rasgan el silencio, una hija pierde los nervios y grita, y muchas manos agarran terrones de tierra húmeda y los lanzan sobre la caja mientras la van bajando con sogas. Y yo agarro a Mateo que ya se va a botar al hoyo también.
Me impresiona toda la escena. Me hace bien el contacto con la fe sencilla de este pueblo, heredada de sus mayores y transmitida con naturalidad, a su manera. En ratos libres voy con la hermana Erika a visitar a varios abuelitos y enfermitos, cristianos viejos. Doy la comunión y revivo tantas otras veces en el Valle, Atalaya, Valverde o La Lapa, esa piedad humilde pero profunda que queda en mi corazón sosegándolo e instruyéndolo.
Es doloroso que Pevas no tenga sacerdote. Si existiera la lámpara de Aladino, pediría al genio ser el párroco de todo el Vicariato para poder estar en todos los sitios a la vez. De momento me debo conformar con visitar y agradecer el cariño de los pevanos. Cuando acabe esta historia de vicario general, me apunto para ser allí cura de pueblo, que es lo que soy.